Cien años de soledad divididos en ocho capítulos hacen doce años y medio por capítulo. Eso fue lo que vi del seriado de Netflix sobre la obra de García Márquez: su primer episodio. Suficiente para mí, y suficiente para garrapatear algunos comentarios a la ligera y a vuelo de pájaro. Antes de entrar en detalles debo decir que sé de personas que han visto ‘veinticinco años’ (dos capítulos), ‘treinta y siete años y medio’ (tres capítulos); incluso hay quienes sólo han visto ‘seis años y cuarto’ (medio capítulo)… Hasta ahora nadie me ha confesado haber visto los ‘cien años’ completos. Llegado aquí puedo anticipar algo parcial de mi eventual conclusión: es dudoso el éxito arrollador de la serie por el número de vistas o visitas encuestadas por Netflix con base en estadísticas de teleaudiencia sin considerar los rasgos culturales e intelectuales de los tele-espectadores, por no hablar de su calidad como fumadores de literatura o, cuando menos, de Cien años…. No es un factor desestimable considerando el flujo aluvial de las mediaciones y las redes sociales en los tiempos que corren, sobre todo por aquello que con unas agudas palabras ha sido descrito como ‘afán de novedades’ o, con un lenguaje más corrosivo: ‘lo efímero’. Todo eso que según Lipovetsky, simplemente se mastica y se bota. Como el chicle.
Así las cosas, en este punto de mi condición de televidente de ‘doce años y medio’, de los “Cien años de soledad” de Netflix y Cía, (quienquiera que sea la Cía.), y como lector de la novela homónima en tres ocasiones, aventuro, con mucho respeto por supuesto, pero también con toda sinceridad, las ocurrencias que siguen a manera de observaciones desprevenidas de un tele-espectador entre los millones que, según Netflix, “siguen” la serie a diario.
Hasta donde mis entendederas alcanzan, una de las líneas gruesas del cine como arte cuando se trata versionar obras literarias es su capacidad para transformar en imágenes poéticas visibles, las imágenes poéticas invisibles del lenguaje literario; sea narrativa o poesía propiamente dicha, es lo de menos. La gran revolución de García Márquez como escritor fue precisamente darle dimensión estética a realidades que de alguna manera habían sido tratadas por otros escritores valiéndose de recursos que no alcanzaban a des-ocultar lo maravilloso; mejor, mágico escondido tras la opacidad de su inmediatez, fueran contextos, personas, eventos, tradiciones, etc. Por ejemplos: el imaginario y los capitales simbólicos culturales colombianos específicamente de la región caribe, las guerras civiles, las explotaciones y sometimientos económicos, políticos e ideológicos de las oligarquías sobre los humildes y desamparados, el desparpajo grotesco y desmesurado vecino con lo rabelesiano de los modos de ser y el ser caribeños, por mencionar sólo unos pocos en la interminable lista que podría hacerse. Para lograr su propósito García Márquez tenía que hacer lo que hacen los verdaderos escritores: crear todo un lenguaje. Sí, muy sencillo; nada más y nada menos que eso. Fue ese lenguaje, que había empezado con La hojarasca y concluyó con El otoño del patriarca, sus novelas posteriores son harina de otro costal, o del mismo pero con otra criba… Fue ese lenguaje, repito, el que hizo de Cien años de soledad lo que es: la mayor novela escrita en lengua castellana después de El quijote, por más que haya quienes, más por necedad que con argumentos denigren de ella o disminuyan su valía. Con obras como Cien años de soledad, Pedro Páramo, El proceso, El extranjero, y La carretera, por mencionar algunas que se me vienen a la mente, pasa algo problemático: la carga poética que las distingue es tan alta y elaborada que para llevarlas al cine y traducir las imágenes invisibles (pero perceptibles) del decir literario, a las visibles (y por eso más perceptibles) del lenguaje cinematográfico, se imponen factores que van más allá de la simple disponibilidad de recursos infinitos como los de Netflix; ¿qué tal doscientos mil millones de pesos? Considerar sólo algunos de esos factores rebasaría el modesto propósito de este escrito. El palo en la rueda de los Cien años de soledad de Netflix, que no de Gabo, o cuando menos de los 12.5 años que yo vi, es que esa traducción ni siquiera se acerca a la traición implícita en toda traducción (traductor, traidor). Es lo que dicen algunos de quienes han visto veinticinco, treinta y siete y medio, o cincuenta “años de soledad”, y no creo equivocarme si pienso que lo mismo ocurre con el siglo completo. De modo que como la poesía de la prosa (la prosa poética no existe) de Cien años de soledad, bautizada como realismo mágico no fue transfigurada en imágenes poéticas cinematográficas en la serie, todo lo demás se vino abajo como naipes de castillo: las caracterizaciones (los actores de raca mandaca no actúan, caracterizan); la recreación imaginaria de contextos y eventos que sin dejar de ser históricos ¡dejan de serlo! porque se transforman en habla poética… Por ejemplo: la masacre de las bananeras de la novela no es la masacre ocurrida en 1928 en Ciénaga (Magdalena)… Esa masacre es un simple referente de la masacre literaria creada por Gabo… Y así con todo hasta el infinito: entornos, vestuario, guion, actuaciones (ya dije que no hay caracterizaciones)… Por no hablar de las escenas “eróticas”, más cercanas al estereotipo de Hollywood, con sus contorsiones y gemidos estilo Kim Basinger que a los maullidos de gatas furiosas de las féminas caníbales de Macondo… Todo eso, y lo más grave: el caribe, ‘lo’ caribe, con lo que significa ese ‘lo’, no se ve por ningún lado. En la serie todo es apagado, y pálido, incluida la dicción que no se acerca nada a la sabrosura de los vigorosos registros y tonos del habla popular del caribe colombiano. Por otro lado, la ambientación de interiores en ocasiones resulta cargante por ser innecesariamente sombría. No basta con que los tambores suenen y la gente baile en Netflix para que los tambores suenen y la gente baile como se suena y se baila en la costa caribe… ¡Y en toda Colombia; joder! Así las cosas y llegado aquí, no tengo lenguas en el pelo para afirmar que una de las mayores debilidades (si es que en este caso hay debilidades menores) de la “adaptación” de Netflix es la des-saborización de esa alta gastronomía literaria llamada realismo mágico de la cual no queda ni el pegao. Lamentablemente el liderazgo de la producción no fue, parafraseando a Cortázar, ‘del lado de acá’, sino ‘del lado de allá’. Eso no significa que hubiera tenido que ser un corroncho de abarcas y bangaño quien liderara, produjera y dirigiera la serie; ni más faltaba, sino que siendo de donde fuera, pensara y sobre todo viviera Cien años de soledad. No que pensara ‘en’… Pensar y vivir El proceso, no ‘en’ El proceso; pensar y vivir El extranjero, no ‘en’ El extranjero; lo mismo con Pedro Páramo, y La carretera… Pensar Cien años de soledad… No hago juegos de palabras; me esfuerzo por registrar lo que considero empatía artística, estética. Esa que al parecer tuvieron el gringo Orson Wells, el italiano Luchino Visconti, el español Carlos Velo, y el australiano John Hillcoat cuando tradujeron al lenguaje cinematográfico decires literarios personales en las películas homónimas dirigidas por ellos basadas en las obras del checo Kafka, del francés Camus, del mexicano Rulfo, y del estadounidense Cormac McCarthy, respectivamente. A lo que ni siquiera se aproximó Netflix con su intentona macondiana. Y no hago comparaciones injustas o desmedidas. Propondré lo mismo en forma de pregunta: ¿cuántos Procesos hubiera hecho Orson Wells, y cuántas Carreteras construido John Hillcoat con el presupuesto de Netflix? El arte es asunto de artistas. Hay que descontar una variable para el caso Wells: su versión cinematográfica de El proceso es tan sofisticada que no faltan quienes afirman (soy uno de esos herejes) que la película supera a la obra literaria; pero eso no viene al caso aquí. De modo que nada que hacer pues quienes estuvieron tras el megaproyecto empresarial de Netflix, poco o nada tenían que ver con Macondo; ni siquiera los descendientes de Gabo son del lado de acá. Insisto: eso sería lo de menos, pero en este caso es lo más. Entonces, ¿qué director de cine colombiano, caribeño, latinoamericano, o de donde sea hubiera llevado la épica empresa de traducir del lenguaje literario al cinematográfico, Cien años de soledad de manera satisfactoria? Con el perdón de quien podría ser pero que nunca se sabrá quién es… ¡Ninguno! No en balde Gabo rechazó ofertas ¡de Kurosawa!, ¡de Coppola! Él decía que su novela era inllevable al cine, y hasta donde yo recuerdo su última voluntad con respecto a ella fue no hacer tal. Si mi ignorancia o desinformación me hacen errar porque en algún momento él modificó su querer, ofrezco disculpas por lo dicho.
Para ir cerrando insistiré en algo. A lo largo de toda su vida, en entrevistas, testimonios, escritos, foros y mesas redondas, García Márquez enfatizó el estrecho vínculo que amarraba sus creaciones a la realidad y a la vida nacional y latinoamericana, a su historia familiar, a los locales en que transcurrió su vida desde que nació hasta cuando dejó de escribir. La excelente e insuperable biografía escrita por Dasso Saldívar es prolija en detalles sobre lo anterior. Pero una cosa es eso y otra muy distinta pretender que tal cruzamiento implica una imitación especular como la que propuso Sthendal en su famosa definición de la novela como género literario. Incluso en este caso, lo hecho por los realistas decimonónicos siempre sobrepasó tal concepción. Lo anotado apunta a establecer cómo, por ejemplo, las guerras civiles libradas por el Coronel Aureliano Buendía, sin dejar de ser las guerras civiles históricas colombianas, son guerras civiles literarias inventadas por Gabo sobre la base de las históricas reales; en otras palabras, y repito, transformó el evento histórico en evento literario. Siguiendo con esa línea expositiva muchos de los personajes de sus cuentos y novelas provienen del folclor popular, o fueron personas reales, incluido su entorno familiar. Recuérdese lo dicho por él sobre la relación ficcional entre Florentino Ariza y Fermina Daza, protagonistas de El amor en tiempos del cólera como alter egos literarios de sus propios padres. Ni qué decir de Macondo: en un conversatorio ya olvidado entre él y su entonces amigo Vargas Llosa realizado en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Lima, Gabo cuenta cómo el nombre del emblemático pueblo le llegó de un trozo de madera colocado a la vera de un camino: indicaba la proximidad de una finca que tenía ese nombre: Macondo. De modo que más que un lugar que él conociera, antes que nada fue una sonora palabra que había sido “vista” por miles de personas, pero que nadie había mirado como él lo hizo. En ese momento no supo cuándo, ni cómo, ni para qué la usaría, sólo que era una palabra mágica que algún día haría parte de su realismo mágico, como en efecto ocurrió. Continuar por ese camino sería tan arduo como el demencial recorrido que hizo José Arcadio a través de la selvática sierra en busca de un sitio a orillas del mar donde fundar Macondo. El punto aquí es que así como García Márquez gastó su existencia traduciendo su experiencia, su mundo, su vida toda para construir el universo que construyó y animó, los traductores, en este caso director, actores, guionistas, escenógrafos, maquilladores, etcéteras, que se aventuraron a traducir esa traducción al lenguaje del cine, lo mínimo que pudieron esgrimir o cuando menos haber empleado al hacerlo debió ser talento, por no hablar de un toque de genialidad (que además no viene en toques), acordes con la exigencia de producir lo que merecían Gabo y sus años de soledad… : una obra artística, en este caso, una película, sin importar que durara ocho horas y estuviera dividida en capítulos; eso es lo de menos. Pero no ocurrió así. En eso se diferencian la novela apócrifa “escrita” por Netflix y Cía. y las versiones cinematográficas de La carretera, Pedro Páramo, El extranjero, y El proceso, de los directores mencionados atrás, y es una de las razones por la cuales cuando se utilizan fragmentos de Cien años de soledad (de García Márquez, claro), para ilustrar (¡el mundo al revés!) las flojas imágenes del seriado de Netflix y Cía., estas van por un lado y la narración original por otro. Lo que no sucede, por ejemplo y específicamente, con La carretera, de John Hillcoat, filme en el cual lenguaje e imagen son siameses. Ahí se concentra el núcleo del déficit: la disonancia entre imagen y relato. ¿Cómo traducir al lenguaje fílmico el lenguaje literario con que García Márquez tradujo el mundo que vivió? Ojo: no ‘en’ que vivió. La pregunta seguirá sin respuesta, y sólo cabe esperar que no aparezca otro empresario presto a hacer un negocio redondo, millonario, esta vez con El otoño del patriarca. Porque a eso se reduce lo hecho por Netflix y Cía.: una inversión de la cual se espera una pingüe rentabilidad billonaria derivada de los contratos con programadoras, canales, y compañías de TV cable para reproducir el seriado en todo el mundo.
Más que un interés económico o promocional, (que Gabo ya no necesita) hace falta un ingrediente artístico ‘en la pelota’ para sacudir algo estético de ella. Me hubiera encantado hablar de las bondades y aciertos de un proyecto tan ambicioso, sobre todo tratándose de una obra como Cien años de soledad que tanto significó, significa, y seguirá significando para la literatura y los lectores de todo el planeta. La verdad sea dicha nunca he pensado que Netflix pueda hacer algo bueno y mucho menos que eso ocurriría con Cien años de soledad.
Coda: de los ‘doce años y medio de soledad’ que vi se salva el minuto dedicado a la muerte por lanzada de Prudencio Aguilar a manos de José Arcadio Buendía. En serio.