Un cuento de Andrés Arroyave, abrebocas del libro homónimo, publicado por la editorial Fallidos Editores en 2020.
Este libro de cuentos de Andrés Arroyave es una rareza, una rareza de las buenas. Es un libro para los amantes del terror, de lo bizarro, de aquellos personajes del submundo de lo fantástico. Destila pasión por lo underground, por el cine B y por lo insólito, a la vez que involucra escenarios y personajes naturales de Cali, recordando aquel género que bautizaron “gótico tropical” y extrapolando temas del exterior a un lenguaje tropical, muy nuestro, donde el horror adquiere una perspectiva más aterrizada a nuestra realidad latinoamericana y, por ende, más auténtica. Cada historia se mueve entre la ficción, la crónica y la biografía y desdibuja con sagacidad la línea que divide lo real de lo fantástico e imposible. Aquí lo imposible se vuelve plausible, de maneras tan insospechadas como solo el trópico sabe hacerlo. “Lo que pasó en el sepelio de Béla Lugosi” es una joya espectral, bien escrita y rompedora en el panorama de la literatura popular local.
Mauro Vargas, director del sello editorial La Plena Noche.
La historia es conocida y ha sido reseñada en todo tipo de documental barato de Hollywood, titulada a veces de forma amarillista como el día en que Tarzán enloqueció. Durante el sepelio del actor Béla Lugosi, Boris Karloff, quien se había hecho famoso por su interpretación del Frankenstein de 1931, habló al cadáver. Vamos, Béla, le dijo, A joder a otro lado, levántate del ataúd de una buena vez. Karloff bromeaba, obviamente, pero no todos se lo tomaron con buen ánimo salvo otro de los pocos asistentes a la ceremonia, Peter Lorre, protagonista de aquella película también del treinta y uno M, el vampiro de Dusseldorf y cuyo director era Fritz Lang. El grupo lo completaban la última de las cinco exesposas de Lugosi, Hope Linipeg, su hijo Béla Jr. y, por último, un invita- do a quien nadie esperaba o reconocía con facilidad. Un tipo grande, parecido a un buey y de nombre Johnny Weismuller, el más recordado entre quienes interpretaron a Tarzán en el cine y a quien la broma no le vino en gracia.
Tarzán llegó vestido como un vagabundo bien alimentado; traía encima una gabardina (prenda realmente absurda para el calor de aquella tarde) poco acorde al evento en la que escondía sus brazos. Sin embargo, aquel tipo de cosas estaban permitidas en el sepelio de Lugosi, quien había pedido ser enterrado con su traje de Drácula. El cuerpo del vampiro se encontraba en el medio de la sala de velación, inclinado unos cuarenta y cinco grados hacia adelante y sin cubierta superior. A Johnny lo miraron con sorpresa cuando entró, pero nadie se atrevió a echarlo del lugar. Tomó asiento y pareció encogerse en su gabardina y solo se remitió a observar el cadáver. Era europeo, austriaco siendo más precisos, y representado a su país había conseguido cinco medallas olímpicas de natación. Fue imbatible en el agua durante la década del veinte y sus logros le permitieron cruzar el charco y ser la imagen de una compañía gringa de calzoncillos. Johnny viajó por varias ciudades de los Estados Unidos haciendo shows en piscinas y promocionando la marca de su contrato. Durante uno de es- tos viajes le ofrecieron el papel de Tarzán en la adaptación del personaje de Edgar Rice Burroughs para la película de 1932, Tarzán de los monos y aceptó; de paso cambió su nombre del austriaco Johann al americano Johnny, algo común entre los inmigrantes europeos del entonces, incluso para su amigo el conde, quien cambió el suyo de Béla Blaskó a Béla Lugosi. La historia se la contó el mismo Drácula la noche en la que se conocieron en un coctel organizado por la Universal Studios, en el que se celebraba el éxito obtenido por la película de Lugosi, Drácula, de 1931.
Lugosi le hizo saber que su nuevo apellido se lo debía a su pueblo natal, Lugoj, ubicado en Transilvania. No todos lo sabían, pero el vampiro cinematográfico más famoso de la historia era un fugitivo de las autoridades de su país. El eco de la revolución bolchevique había llegado hasta el pueblo del joven Béla Blaskó, quien dio un paso al frente y se enroló en varias actividades conspirativas en contra del imperio austro húngaro, del cual Transilvania hacía parte; por esos mismos años fundó el primer sindicato húngaro de actores. Aunque aquel germen de revolución fue aplastado rápidamente y el emperador no corrió con la misma suerte del zar ruso y Blas- kó huyó hacia Alemania. Allí actuó en varias obras de Shakespeare, usualmente en protagónicos y tuvo la oportunidad de hacer de Jesucristo en La Pasión, aunque su objetivo eran los teatros de Broadway, y fue en Nueva York en donde su nacionalidad y su acento balcánico, iguales a los del vampiro de Bram Stoker, le dieron el protagónico de Drácula en la versión teatral. Tal vez se debía a que ambos terminarían siendo encasillados en los personajes a quienes debían su fama y, por tanto, dependientes de ellos, o a que en aquella primera charla se dieron cuenta de que, de alguna forma extraña, fueron compatriotas, mientras el desaparecido imperio austro húngaro existió. ¿Lo cierto?, entre los ficticios Drácula y Tarzán nació una amistad, ocultada siempre por Lugosi a su círculo íntimo compuesto por Karloff, Lorre y Maila Nurmi. Un héroe como Tarzán no tenía lugar en un grupo integrado por vampiros, monstruos y psicópatas del cine.
Hope se encontraba orando en una esquina con Bela Jr., mientras Karloff y Lorre reían. Johnny, por su parte, no lo soportó más y se levantó a caminar sin sacar las manos de su gabardina. Cuando estuvo en frente de su amigo lo vio pálido, con el cabello engominado y peinado hacia atrás, con un par de colmillos de plástico sobresaliendo de sus labios resecos. Desde esa ocasión Tarzán comenzó a soñar con Lugosi. Lo veía joven y corriendo por los pasillos de un castillo europeo, siendo perseguido por soldados del imperio. Johnny recordó siempre el sueño e incluso se animó una vez a escribir la idea de un guion de cine siempre inconcluso, en la que un joven transilvano era perseguido por el imperio, acusado de ser un vampiro comunista, quien conspiraba con una secta secreta de vampiros como él y cuya tarea consistía en morder los cuellos de los burgueses del pueblo para convertirlos a la causa revolucionaria. Hope caminó hacia Johnny y le ofreció un café que este rechazó mientras se recogía de nuevo en su gabardina. La verdad, a Tarzán no le agradaba Hope y la culpaba de haber abandonado a su amigo justo en el peor momento de su adicción a la morfina y al licor; durante aquellos días en los que el conde era poco más que un indigente. No rechazó, sin embargo, ni a Karloff ni a Lorre cuando estos lo abordaron por petición de Hope, quien comenzaba a sentirse nerviosa con el comportamiento de Johnny. Karloff fue quien se acercó primero. Lo hizo bromeando, Cuidado con mirarlo tanto, le dijo, Puede levantarse del ataúd y morderle el cuello. Después lo invitó a sentarse junto a él y a Lorre.
Frankenstein le pidió a Tarzán no tomárselo tan a mal. Ellos solían bromear así, le dio a entender. Karloff lo atribuía especialmente al hecho de ser ellos actores que interpretaban al mal mismo, convertidos de un momento a otro en monstruos de tiempo completo. Johnny no se los hizo saber, pero comprendía a la perfección a Karloff. Él se sentía igual, no podía deshacerse de Tarzán cuando llegaba a casa. Johnny comenzaba a tener miedo y con el pasar de los años se veía con- vertido en un anciano decadente, quien no paraba de emitir el aullido de la selva hasta convertirse en mono. Karloff siguió hablando y dijo que su último deseo era igual al de Lugosi; quería ser enterrado con su maquillaje de Frankenstein y con dos tornillos en su cuello. Lorre, en cambio, pidió ser enterrado con sombrero Fedra y gabardina tal como sus personajes en las películas de Fritz Lang. Pero para ese momento, Johnny se encontraba en un lugar mental muy distinto del de aquella conversación. Él no se imaginaba ser enterrado semidesnudo y con un taparrabos, acompañado de un cortejo fúnebre de primates llorones bebedores de café.
Tarzán, pensaba, no podía comerse a ese Johnny actor y antiguo campeón olímpico de natación. Si esto pasaba, le ocurriría lo mismo que a su amigo quien terminó convirtiéndose no en un actor sin empleo, sino en un monstruo sin empleo. De Béla Blaskó no quedó nada después del arribo de Lugosi a los Estados Unidos, quien aceptó gustoso la fama derivada de su recordada actuación como Drácula y creyó que viviría de esta para siempre, sin saber del cercano advenimiento de una época en la que los monstruos resultarían ridículos y serían reemplazados por un nuevo tipo de terror cinematográfico encarnado en los alienígenas invasores de las nuevas películas de ciencia ficción de la era atómica. La decadencia de Lugo- si había iniciado con su negativa de interpretar el papel de Frankenstein por considerarlo un insulto para un actor de su talla, incapaz de esconder su rostro detrás de un maquillaje excesivo y de emitir los gruñidos del monstruo en cambio de parlamentos reales; por esto el papel sería dado a Karloff. No volvieron a ofrecerle protagónicos y ese fue el inicio de su trayectoria subterránea y de sus actuaciones en películas del cine serie b. Así fue como una noche, un solitario y drogado Lugosi llamó a Johnny con el objetivo de contarle, según él, una buena noticia. Se trataba de la vuelta del conde Drácula al cine. Tarzán escuchó cómo su amigo le contaba que gracias a Maila Nurmi, actuaría en una película de un nuevo director llamado Ed Wood. El conde esta vez se embarcaba hacia el espacio exterior como parte de un grupo de vampiros zombis controlados por una raza alienígena, cuyo plan era conquistar la tierra. La película, lo saben todos también, tuvo por nombre Plan 9 del espacio exterior, siendo considerada la peor película de la historia entre quienes disfrutan de hacer y consumir todo tipo de rankings y listas sobre lo mejor y lo peor del cine. Johnny, por su parte, la consideró ridícula y nunca entendió el porqué de las escenas de Drácula caminando y escondiéndose tras su capa en un día soleado. Lugosi fue hallado muerto mientras la película estaba siendo rodada y sus escenas pare- cían estar introducidas al azar, pareciéndose más a un cameo que a otra cosa.
Ni americanizando su nombre pudo convertirse del todo. El acento de Lugosi era gutural y marcado, por lo que nunca pudo quitárselo a la hora de hablar y esa era, solía pensar Johnny, otra de las razones de su amigo para haberse aferrado con desespero a su personaje de Drácula. Mientras tanto él, semejando a un elefante dopado, tan solo quería gritar y salir corriendo. Fue en ese momento cuando le sobrevino por primera vez aquella imagen de su vejez, acompañada de una voz interior, oculta en algún pliegue carnoso de su cerebro. Corre, Johnny, corre como el maldito infierno; corre para que en las noches no confundas el ruido de las ambulancias con los aullidos de los animales. En ese entonces se encontraba atrapado en una serie de televisión. Johnny era el protagonista de un show llamado Jim de la selva, y hacía de un explorador yanqui perdido en varios paisajes exóticos de Asia. Johnny ya no era Tarzán, era algo peor, el plagio amable y televisivo del rey de los monos. Por eso quería cumplir el último deseo que su amigo le había pedido e irse del sepelio cuanto antes. Después renunciaría a ser Jim, con la intención de tal vez volver a Austria o empezar un negocio, uno de venta de piscinas, o quién podía saberlo, cualquier otra cosa, pero lejos de Tarzán.
Johnny volvió a levantarse para dirigirse con seguridad hacia el cadáver, no sin antes apartar de su camino a Lorre, quien observaba el cuerpo del conde. Un minuto después, los gritos del mismo Lorre ponían en aviso al resto de los asistentes al sepelio, confirmando que Tarzán se había vuelto loco, pues en un movimiento rápido para un tipo de sus pro- porciones, abrió su gabardina y sacó sus brazos por primera vez en la ceremonia, los cuales empuñaban un martillo y una estaca de madera que no dudó en clavar al primer golpe en el ya muerto corazón de quien en vida fue primero Béla Blaskó, después Bela Lugosi y finalmente el conde Drácula. Karloff, sin embargo, reaccionó rápido y pudo controlarlo con la ayuda de Béla Jr., quien no dudó en golpearlo varias veces hasta el arribo de un par de policías que no se la creían del todo. Me lo pidió, él me lo pidió, se remitía a repetir Johnny, alela- do y abrumado por la situación. Se pasaría el trayecto hasta la comisaría más cercana pensando que el mundo ya no los quería ni a él ni a Lugosi, pero tampoco a tipos como Karloff o a Lorre; veía, por ejemplo, a un futuro y anciano Frankenstein recibiendo su cheque de desempleo y asistencia social después haber esperado varias horas en una larga fila. Él sería uno de quienes sufriría más; Johnny lo había comprendido todo y parecía cegado, igual a un héroe mítico que descubre un secreto divino por el que debe pagar con su cordura.
Johnny Weismuller renunció después de aquel día a seguir encarnando a Jim y se enroló en un negocio fallido de venta de piscinas hasta terminar en la quiebra. Murió en un psiquiátrico de Acapulco. Olvidado y solo, comenzó a ser conocido entre las enfermeras mexicanas como el loco que se creía Tarzán y que emitía el llamado de la selva todas las no- ches desde su habitación sin vista al océano.