Por Mauricio Aragón
Uno de los mitos del pueblo ika, también llamado arhuaco, relata la historia de la diosa Navova, una de las majestades sagradas de la Sierra Nevada, corazón del mundo según sus nativos. En el ser de Navova residían a la vez lo femenino y lo masculino y, según el relato, su “personalidad” femenina encarnaba en una mujer preciosa por la que los hombres echaban a perder sus matrimonios legítimos. Los sacerdotes mamos viendo en ello un problema deliberaron durante tres lunas, al cabo de las cuales decidieron encerrar a Navova en un lago, y su pena implica que su magia y su belleza laven y bendigan las uniones entre el hombre y la mujer arhuacos, quienes deben ir a sus aguas y bañarse en ellas si quieren afianzar sus lazos.
En este mito local se retrata la milenaria desconfianza hacia la mujer, hacia su belleza, el miedo hacia su naturaleza sibilina, tantas veces representado en otras culturas donde se la juzga portadora de males y capaz de sutilezas incomprensibles para el hombre. Una y otra vez castigada, como la Eva inaugural que es marcada con los dolores del parto y convertida, por su falta, en sierva del varón. Así como la Yrit irredenta, esposa de Lot, cuyo cuerpo se transfiguró en un trozo de sal al atreverse a mirar el talente del fuego divino[1] para que, tiempo después, sus hijas, ante el riesgo de la no descendencia, embriagaran a su padre buscando ser inseminadas por él. Lot, según el Génesis, no se dio por enterado –pudo suceder a sus espaldas, y esto es solo un chiste político— del ardid de sus hijas que dieron a luz a Moab y a Ben-ammí.
He aquí que se erige un cierto orden sobre el cuerpo y el espíritu de la mujer sometido a ortopedias más o menos brutales, más o menos poéticas. Con narraciones como estas el hombre ha tendido a la elaboración de sistemas culturales en los que se impone a la mujer la idea de su papel como sujeto inferior, perverso cuando conviene, ingenuo cuando no, como un ideal o como un objeto moldeable al dominio masculino. Ese poder expresado en formas salvajes y deshumanizadas —homo homini lupus— es el que denuncia Débora Arango en La República, una acuarela pintada a finales de los años cincuenta en la que se ve una mujer tendida sobre una bandera de Colombia, con una expresión de grito, mientras dos buitres le picotean las entrañas y el rostro para el deleite de unos testigos que gesticulan el saludo fascista. En la parte superior del cuadro, una paloma blanca, la de la paz de entonces, ostenta una cabeza humana —se ha conjeturado que es la de Laureano Gómez—, y es sostenida por un animal que ha de ser el poder o la Violencia[2], ¡o ambos!, pues para el caso nacional esa fusión no parece discutible. La mujer víctima delineada por Arango es la mujer del Estado, la mujer de la República. Se quiere “enderezar” a la artista con el honor póstumo de circular en el billete de dos mil pesos: ¡Vaya iconoclasia del statu quo!
En los setenta Colombia había dado a luz a miles de individuos enfermos de barbarie y de venganza ciega. El parto de la mujer muerta de Alejandro Obregón (Violencia – 1962) fue infernal. A mediados de aquella década se ubica cronológicamente La mujer del animal, la más reciente película de Víctor Gaviria, filmada cerca del cerro El Picacho, en una comuna del noroccidente de Medellín. El director es reconocido como un heredero del neorrealismo italiano; con el lanzamiento de la cinta mencionada nuevamente nos ofrece una historia de sujetos marginados. Otra vez actores naturales refuerzan el realismo crudo de lo contado. La mujer es Amparo, retenida y atormentada por Libardo, El animal, quien la somete a los más repugnantes tratos durante años. Gaviria afirma que esta es una película de triángulo: víctima, victimario y testigo[3].
Amparo, como ya ha escrito Oswaldo Osorio, “se transforma paulatinamente”, se va acorazando, el dolor la curte y la endurece para resistir la brutalidad de El animal. Este último, en cambio, es un personaje sin matices, es, y en esto atina otra vez Osorio, “el mal personificado, sin ninguna leve sombra de compasión o duda, y así permanece de principio a fin…”. Quienes han comentado la cinta en los medios nacionales la han adjetivado como “formidable y casi insoportable” (Carolina Sanin), “devastadora y actual” (Florence Thomas), una obra de “desgarradora estética” (Fernando Gómez), o se resalta su “tono violento y aterrador” (Gustavo Valencia). La mujer del animal perturba al espectador, no maquilla nuestra realidad, por sí misma detestable cuando se descubren historias como esta. En mi opinión, la cinta, a lo largo, es maniqueísta las más de las veces, lo cual, en principio no es razón para objetarla; otra cosa hay que decir de sus pretensiones morales que son por demás hipócritas.
Cuando El animal y sus secuaces están picando a machetazos una vaca que han robado minutos antes, los buitres y los vecinos merodean el monte esperando algunas sobras. La metáfora no podría ser más grosera y efectiva, no hay intenciones místicas en la escena: hay maldad, hay hambre, hay desesperación, hay miedo. Está ahí retratada en plenitud de su estridencia esa cara del “ser colombiano” que nos hace tolerantes al horror, a veces partidarios de él –que cada quien asuma el grado de su propia excusa si la encuentra necesaria—, cómplices en lo ilegítimo, sordos ante el dolor que no sufre el propio cuerpo: “El tal paro nacional agrario no existe”, “En Colombia no hay conflicto armado”. La indiferencia entre nosotros camina allí donde millones de colombianos vemos un noticiero mientras almorzamos. Ya es costumbre patria hacer la digestión oyendo historias de violaciones a niños, mujeres quemadas con ácido, congresistas procesados por ordenar masacres, accidentes de tránsito espantosos y, a propósito de accidentes, no sorprende toparse en las redes sociales con la voz y la prueba gráfica de los improvisados periodistas gore que hay en la calle. ¿Y la indignación?, esa puede andar de bocado a bocado, lo que tarda un almuerzo entero.
El interés cívico, si acaso llega a formarse, recula allí donde arrecia el hambre. Donde no hay presencia del Estado la generosidad electoral de los políticos hace sus veces. Cierto que la enunciación reiterada de estos lugares comunes ha demostrado su inutilidad.
Debe interesarnos la violencia como un problema político, como un problema moral y estético. Nos hemos acostumbrado a gozar cruelmente la mortificación de ése catalogado, con piedad, el prójimo. Bataille habla de “violencias organizadas”. Somos engranajes de un aparato social al servicio de dinámicas que propician dolor, estamos cómodos en una sociedad profundamente desigual como la nuestra, aun conscientes de la miseria en la que viven los otros, de que estén humillados y furiosos. El nivel de molestia y desaprobación, además, suele tener una relación de proporción inversa con los propios privilegios sociales: El Bronx, hasta hace pocos meses, se encontraba a 850 metros del Palacio de Nariño, sede del poder ejecutivo del país, y a 815 metros del Capitolio Nacional, sede del Honorable Congreso de la República. En la piedra del Palacio de Justicia se escribió la frase de Santander: “Colombianos, las armas os han dado la independencia, pero las leyes os darán la libertad”; el profesor Víctor Paz, con humor entomológico, define al Hombre de las Leyes como una “cucaracha en éxtasis”.
Somos espectadores, somos testigos, silenciosos o no, y la frontera entre el observador mudo que normaliza y el cómplice que secunda es difusa. En La mujer del animal, el niño hermano de Libardo es el depositario de esa pedagogía de la crueldad. Puede tener trece años y reproduce orgulloso los patrones de maltrato: insulta a su hermana, violada también por El animal, para que le lave la ropa porque así lo ha ordenado la madre de los tres; a Amparo la espía y la acusa sabiendo que su captor vendrá a golpearla por los motivos más absurdos, atribuyéndole siempre un amante, un “mozo” dice. Recluida, humillada, literalmente a ras de tierra, Amparo despierta en El animal la sospecha de que otro hombre está con ella y la represalia infundada nunca espera. ¿Es miedo a la mujer lo que inflama la violencia en un personaje como Libardo? No, es el odio. La bibliografía sobre este tema maneja los dos vocablos como sinónimos, pero no se trata del mismo sentimiento; si bien hay una relación entre odio y miedo, las reacciones que causa cada uno, los reflejos en el comportamiento, difieren. El miedo es “un componente mayor de la experiencia humana”, al igual que el odio, pero aquel tiene otra sustancia, es pasivo, solapado incluso. Nos es dado sentir temor de algo sin que se desencadenen violencias. Yo puedo sentir miedo ante el mar, de su profundidad, de su fuerza, de lo que esconde, mas no por ello hay asomo de odios vindicadores. Dice Jean Delumeau que “el miedo puede convertirse en causa de la involución de los individuos y que aquel que está dominado por el miedo corre el riesgo de disgregarse”, y claro, la fragmentación paranoide también amenaza al individuo poblado de odios. Este es otro punto de coincidencia entre estos dos sentimientos.[4]
La motivación de El animal no tiene que ver conceptos, evidencia o mitos, es, precisamente, bestialidad. Los hombres eruditos del medioevo, los pensadores de la Iglesia, pontifican la inferioridad de la mujer, sentencian que ella es incapaz de elevarse por encima del estadio primitivo de la naturaleza. Su ciclo sexual, que en promedio es de veintiocho días, coincide casi exactamente con el ciclo de la luna. El hombre, hecho a imagen y semejanza del Creador, se ve arrancado de su destino edénico. El origen de este mal: ¡la mujer!, que prestó su oído a la lengua luciferina de la serpiente. Desde Eva nacemos, como dice San Agustín, “entre orina y heces”[5]. Se escribirá que el cuerpo masculino tiende a la elevación y a la armonía, a la Razón, mientras que el femenino, como reconoce Simone de Beauvoir, jala hacia abajo.
«En el inconsciente del hombre, la mujer suscita inquietud, no sólo porque ella es juez de su sexualidad, sino porque él la imagina insaciable, comparable al fuego al que hay que alimentar sin cesar, devoradora como la mantis religiosa.»[6]
Aquí aparece el recurrido mito de la vagina dentada, abertura mística, vacío, hondura inacabada que cercena el cordón (falo) de la vida y se la lleva, como las parcas romanas–otra vez personificaciones femeninas[7]—, y la pare de vuelta, vida nueva, vida íntegra. Fueron los hindúes los que soñaron a la diosa Kali, la atroz, que en su misterio poderoso crea y destruye. Una entidad femenina con ansias inacabables de sangre, dueña simultánea del don de la eterna generación[8]. Freud traduce estas pulsiones como el miedo de la castración y el surrealismo insistirá en la metáfora de la mantis religiosa. Para la muestra tres pinturas: Bañista sentada a orillas del mar (1930) de Picasso, El canibalismo de la mantis religiosa de Lautreamont pintado cuatro años después por Dalí, y La mantis religiosa, un óleo de 1938, firmado por el también español, Óscar Domínguez. La primera de estas pinturas tomó como modelo a la propia esposa de Picasso, Olga Khokhlova, aristócrata eslava, bailarina de ballet, que primero lo lleva a un arte de tesituras quietas, maternales, inclusive virginales y, luego, por la tensión de sus conflictos domésticos le inspira ese monstruo de apetitos desconocidos que es la bañista.
Estas inquisiciones al mito y al arte empalman en los orígenes del miedo arcaico a lo femenino, pero en la raíz del odio animal que alimenta el maltrato ensañado hacía la mujer está el instinto primitivo de poseerla, de dominar esa fuerza superior que lo excede, que lo contiene, que lo diluye. El animal en la película de Gaviria es casi una figura arquetípica de esta frustración enferma. Yo no desecharía el análisis de Sartre, tan cuestionado por el feminismo de su época, a propósito de las implicaciones en las violencias simbólicas del coito. Lo que pretende ser poseído es en verdad lo que posee.
Llámese voluntad de poder, instintos del Tánatos, agresividad natural o maldad pura (no pretendo una equivalencia de estos conceptos) el hombre ha impuesto sobre la mujer un control, unas jerarquías. Con frecuencia se la ha hecho pensar que depende del hombre, una idea apenas comprensible si se observa que a veces él es su propietario.
En una entrevista publicada en marzo pasado, a propósito de su último trabajo, Víctor Gaviria sostuvo: “El origen de toda violencia es la violencia contra la mujer”. Según él, ese el núcleo del conflicto de este país. Un odio a la comunidad, que es femenina, un odio hacia la mujer. Más allá de la “petición de principio” del cineasta, sus frases rezuman ese líquido snob que llaman corrección política. De manera que, en una sociedad compuesta solo por hombres ¿la especie estaría a salvo de sus violencias originales?
El homo sapiens es, cuando quiere — o sea, a lo largo de toda la historia—, una especie cruel, violenta, malvada. Capaz de procurar bondades a otros individuos, por supuesto, eso es indudable; pero terrible a la vez. Lo es con los niños, con las otras especies de animales, con el reino vegetal, con sus muertos, con sus dioses también.
El origen de la violencia planteado por Gaviria es reduccionista, le resta complejidad al problema. Toma uno de los efectos (la violencia contra la mujer) y lo convierte en causa. La crueldad es connatural a nuestra especie como lo fue la necesidad de organizarnos en sociedades. Para evidenciarlo se puede tomar cualquier década de la historia colombiana. Este territorio ha sido tierra fértil para masacres, brutalidad estatal, formas de tortura sofisticada que son las delicias del paramilitar de hoy.
Sobre el final de la película
Gaviria ha afirmado que, mientras se mantengan las realidades de exclusión y de miseria que denuncia en sus obras, el cine colombiano que no dé cuenta de estas historias aberrantes no existe por estar contaminado de “mala conciencia”. Adscrito o no a un estilo de influencias neorrealistas, con este filme el cineasta aspira enseñar una moraleja, una que resultó rayando en la incoherencia. La condena a ese animal de violencias, deshumanizado y que deshumaniza, es patente. Es fácil hacerlo dada la maldad uniforme del personaje. Al finalizar la película, Amparo, violada durante siete años por Libardo, humillada hasta donde más no se puede, que sabe que él violó a su propia hermana, que estuvo a punto de violar a la hija que tienen, toma un cuchillo con la intención de matarlo pero, luego de una tensión barata, desiste. Se puede asumir que el director no permite que su personaje se rebaje al nivel del homicidio o como es de entenderse, el miedo que ha echado raíces insuperables la persuade. Amparo reza y espera que Dios la libere, es, en estricto sentido, una mártir. Digamos que no se hace apología a la justicia tomada en la propia mano. Y entonces el desenlace previsto: los enemigos de El animal lo acribillan en la calle, y ahora sí Gaviria se regodea mostrando el cadáver sangriento. El lente de la cámara, que de aleatorio e inocente no tiene nada, se deleita en El animal muerto. En la luz intensa del día el cuerpo empieza a ser disfrutado por la comunidad que lo observa y lo odia, y como broche a su final de pornoviolencia los vecinos festejan con gritos y juegos pirotécnicos. Ahí está el espectador inmerso en esa fanfarria despreciable, en esa fiesta folclórica de la muerte. Retaliación de sangre en la que nos embriagamos desde de la Colonia. El director no contamina a Amparo por mantenerse políticamente correcto con una víctima, pero no tiene empacho en untar al espectador con su sadismo marrullero.
No se necesita asistir a un espectáculo donde degüellan homicidas para reconocer la infamia del crimen.
[1] Se la castiga por desobedecer pero, cuál es el límite irrespetado, ¿no despreciar las cosas materiales?, ¿no despreciar el mundo? ¿No procuró mantener segura el alma? Siglos después, Jesucristo predica, confuso como suele, que quien quiera salvar la suya la perderá (Lucas 32-33). Yrit quiso ver la furia del dios y tuvo ese privilegio indefinible.
[2] Ya desde 1924, cuando se publica La vorágine, se escribía con mayúscula “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.
[3] Entrevista en la Revista Credencial, por Fernando Gómez Garzón. Marzo 2017, edición 364 pág. 50-55
[4] En la mitología griega Fobos, es la personificación del terror, Bía, es la personificación de la fuerza y la violencia. Ambas son deidades de la guerra.
[5] Inter urinas et faeces nascimur.
[6] Jean Delumeau El miedo en Occidente: (Siglos XIV-XVIII). Una ciudad sitiada.
[8] El año pasado, en agosto, Aarti Dubey, una mujer de 19 años, se cortó la lengua en el templo de la diosa en Reeva, y se la dio en tributo, en presencia de otros fieles.