El reciente estreno de la miniserie Uzumaki (Hiroshi Nagahama, 2024), basada en el celebérrimo manga homónimo de Junji Itō —publicado entre 1998 y 1999—, invita a repasar las relaciones entre el lenguaje de la animación y el género de horror, que se remontan muchas décadas atrás en la historia del audiovisual, hasta casi sus mismo orígenes.
Como territorio de posibilidades infinitas, la animación permite elucubrar sueños en estado de vigilia, de manera más orgánica que cualquier otro lenguaje cinematográfico. Y también pesadillas, como las que incluyo en esta cartografía mínima que busca desviarse de los comunes derroteros trazados a la hora de abordar las relaciones entre la animación y el miedo.
Allende las tempranas y reconocidas incursiones hollywoodenses pre-Código Hays como El baile de los esqueletos (Walt Disney’s Silly Simphony: The Skeleton Dance, Walt Disney, 1929), y Snow-White (Dave Fleischer, 1933), o entregas más recientes al estilo Mad God (Phil Tippett, 2014-2018), realizadores como el estadounidense David Lynch, el británico-canadiense Norman McLaren, el belga Raoul Servais, el checo Jiri Barta, el ruso Yuri Norstein y los chilenos Joaquín Cociña y Cristóbal León, han remontado a través de los decenios el sendero del horror para construir sus propias pesadillas fílmicas desde miradas, obsesiones, fobias y aversiones muy personales. Tampoco es necesario volver sobre el querido pero trillado Tim Burton, con sus pesadillas navideñas y novias cadáveres.
1.- Mantén tu boca cerrada (Keep Your Mouth Shut, Norman McLaren, 1944)
Mantén tu boca cerrada fue concebido originariamente por el maestro del cine Norman McLaren como un cortometraje de propaganda para aleccionar a los ciudadanos canadienses sobre los riesgos de las indiscreciones informales acerca de las operaciones durante la Segunda Guerra Mundial. El comentario sobre los destinos de cargamentos o tropas, largado al descuido por familiares en espacios públicos, podía nutrir los reportes espías, terminando en fracaso y muerte.
En vez de optar por un convencional discurso didáctico, gentil y neutro, McLaren optó por una expresión y un discurso más agresivos, que desde lo siniestro y horroroso consiguiesen mayor impresión en los públicos. Un cráneo parlante con dotes de omnisciencia —cual posible precursor del personaje The Cryptkeeper, anfitrión de la conocida serie televisiva Tales from the Crypt (1989-1996)— apela directamente a los espectadores con sardónico tono, agradeciéndoles en nombre del Eje Roma-Berlìn-Tokio (Axis) por sus inconscientes pero efectivos servicios en contra de su propia nación y los Aliados.
Este cráneo, encarnación de la muerte y el caos, es animado mediante la técnica de stop-motion, evitando cualquier caricaturización en que pudiera haberse incurrido de hacerlo con la técnica del dibujo animado. No es un cartoon, identificado mayormente con las audiencias infanto-juveniles, el entretenimiento y la alegría. Este cráneo es un resto humano palpable, o al menos una minuciosa imitación del hueso real. Con sus ojos vivos, enmarcados en las órbitas secas y abisales, rodeado por un manto de sombras, no hace menos que incordiar, molestar, e impide ser tomado a la ligera.
2.- El corazón delator (Tale Tell Heart, Ted Parmelee, 1953)
El corazón delator, basada en el relato homónimo de Edgar Allan Poe, es posiblemente la primera traslación de su obra al lenguaje animado, permitiéndoles a sus artífices construir una abrumadora y asfixiante pesadilla expresionista, con algunas eficaces concesiones al surrealismo: como si de una alianza temporal de Magritte con las sombras se tratara.
Producida por la United Productions of America (U.P.A), gran hito de la animación estadounidense —sucesora de los extintos Fleischer Studios— y antípoda de la todopoderosa Walt Disney Company, esta película opta por las tinieblas como gran campo expresivo. La perenne cámara subjetiva invita a ver el mundo a través de los ojos de un maniático homicida en su acelerado camino hacia el colapso. Figuras y formas transmutan en las zozobras que engullen al protagonista. El mundo se licúa en una marisma perversa y densa.
La dúctil voz en off de James Mason, en el rol del asesino-narrador, va marcando el ritmo cada vez más trepidante, más demencial, de una narración cuyas imágenes pierden a cada momento la escurridiza coherencia que el ojo intenta adivinarles. La locura y la oscuridad diluyen ángulos, proporciones, siluetas reconocibles. Convierten el mundo en una zarabanda cinética de formas, sensaciones y violencia. La mansión en la que sucede el crimen se convierte en paisaje generado por las resonancias de los latidos del corazón de la víctima, como piedra que perturba las plácidas aguas al caer, en un cataclismo efímero pero devastador, tras el que el universo ya no podrá ser el mismo.
3.- La abuela (The Grandmother, David Lynch, 1970)
En los inicios de David Lynch en los predios cinematográficos, la animación jugó un importante rol, con títulos como El alfabeto (The Alphabet, 1968) y La abuela, que también ayudaron a perfilar la estética de su importante obra pictórica, paralela a la audiovisual.
En La abuela, el director lleva a comulgar inquietantes secuencias animadas con otras no menos espeluznantes de “acción real”, trenzándolas en un relato sobre el desamor, la violencia doméstica y la desesperada cultivación de afectos sucedáneos en un recóndito y onírico pliego de la insoportable realidad.
Atrapado en la mascarada grotesca y disfuncional que trata de pasar por familia, un niño (Richard White) escapa hacia el único lugar posible: su atormentada mente sedienta de cariño, y cultiva una abuela (Dorothy McGinnis) para compensar la violencia habitual que le prodigan con creces los monstruos vulgares que apenas pueden adivinarse como su madre y su padre (Virginia Maitland y Robert Chadwick). La animación limitada con dibujos y la pixilación sirven al principio de la película para construir una estrambótica y botánica —¿fúngica quizás?— versión del Génesis, que propone a los personajes como frutos infectos del patatús que sufriera Dios en un mal día. Este “florecimiento” malsano de los personajes a través del suelo, propone su naturaleza ctónica, de habitantes del inframundo, más allá de las esperanzas y posibilidades. Fluyen de un abismo a otro, siempre al margen de la luz; o bien replican en la superficie el cavernoso hábitat del que provienen. Esterilizan todo lo que tocan y miran.
4.- Hambre (La Faim/Hunger, Peter Foldes, 1974)
Hambre, una de las primeras películas creadas con ordenadores, y quizás la primera en emplear el efecto del morphing, puede leerse como suerte de parábola monstruosa sobre el consumismo contemporáneo como pulsión insaciable.
Aquejado por un apetito crónico, el protagonista engulle la realidad circundante con voracidad infinita. Termina olvidando por qué y para qué come. La vida se le reduce a deglutir el mundo, mientras se sume en una ansiosa inconsciencia. Secuencia tras secuencia, su forma humana se pervierte en un ente omnívoro, en un estómago hipertrofiado, absoluto. El consumo alcanza dimensiones narcóticas, que confiere a las cosas (alimentos y objetos) una condición casi sagrada, en detrimento de sus originarias naturalezas instrumentales.
Las expresionistas líneas dialogan con lo más avanzado del momento (1974) en tecnología digital, construyendo un discurso formal que concilia maneras casi opuestas de concebir la imagen audiovisual hasta ese momento: el dibujo elemental y las computadoras. El morphing provee al relato de una naturaleza casi ectoplásmica, que casi funda un nuevo tipo de edición audiovisual: montaje por transmutación. El corte desaparece y todas acciones transcurren en un gran plano-secuencia mutante. Las imágenes rehúyen lo concreto y lo sólido. Se inscriben en el ambivalente mundo de la pesadilla. La cotidianidad va transformándose en vórtice infernal en el que termina sumergido este ser hecho de gula y para la gula. Solo lo detienen las hordas famélicas, casi bestializadas, que se revelan y consuman sobre su cuerpo abundante una revolución desesperada, regida por un apetito igual de desmedido, de absoluto.
5.- Erizo en la niebla (Yozhik v tumane, Yuri Norstein, 1975)
El maestro de la animación Yuri Norstein —creador de obras imprescindibles como El cuento de los cuentos (1979)— articula con Erizo en la niebla una fábula sobre el miedo y la autosugestión, deviniendo un singular exponente del terror psicológico.
La historia del animalito extraviado no tiene villanos, no hay más monstruos o amenazas que la propia naturaleza asustadiza del protagonista (con la voz de María Vinogradova), que convierte un periplo rutinario por el bosque en una experiencia fantasmagórica.
Camino a encontrarse con su amigo el oso (Viacheslav Nevinniy) para tomar té y contar estrellas, el erizo encuentra que la niebla se ha adueñado de todo el sendero, redimensionando el paisaje en un dominio indiscernible. Lo conocido se le vuelve desconocido de sopetón. Lo preciso transmuta en algo ignoto, sin dimensiones, direcciones ni tiempo. La normalidad que se emboza bajo el denso y absoluto cuerpo de la niebla, adquiere una naturaleza monstruosa, inesperada. A cada paso le aguarda el miedo. Aunque se mueva, el erizo no siente que se desplaza hacia algún lugar. Se sumerge cada vez más en un reino desconocido, sin lógicas ni certezas. Norstein convierte cada personaje (un búho, un caballo, un perro, un hombre lejano) y árbol con que el diminuto personaje se topa, en amenazas espectrales, espejismos difusos; cuya solas presencias, advertidas siempre de repente, como plantas amenazadoras que florecen extrañamente en la niebla, se expanden en horrores insondables. La normalidad puede pervertirse en el más abisal vórtice, si se vuelve intraducible para los sentidos físicos.
6.- Arpía (Harpya, Raoul Servais, 1979)
En el cortometraje Arpía, galardonado con la Palma de Oro en el 32° Festival de Cannes, un moderno Fineo de Tracia (Will Spoor) vuelve a ser atormentado por una arpía insaciable (Fran Weller Zeper), que le induce la inanición a fuerza de devorar todos los comestibles a sus alrededores, incluyendo parte de su propio cuerpo.
El crimen contra los dioses que le mereció el agonizante castigo al protagonista permanece velado, pues Servais se concentra en recrear el suplicio del sujeto, despojado también de dignidades reales y cualquier viso leyendario. Es un individuo perfectamente anónimo que se ve envuelto en circunstancias absurdas, surreales, justo en un problemático nodo entre la realidad y el mito.
Aquí la arpía no es un mero esbirro del Olimpo, sino un objeto del deseo, una monstruosidad sensual —como sería la Dren de la subvalorada película Splice (Vincenzo Natali, 2009)— que mesmeriza a su salvador, para luego cebarse en su hambre, su agonía y desesperación. Dicha relación también precede a la simbiosis vampírica de cintas como Déjame entrar (Låt den râtte komma in, Tomas Alfredson, 2008). Servais utiliza por la pixilación para enrarecer el relato, para ensombrecerlo aun más, enmarcado como está en un espacio diegético expresionista, lóbrego, sublimemente nocturnal. A la vez, le insufla una leve y grotesca ironía, casi sádica. El hombrecillo es un fantoche que sucumbe a un encanto mortal, convirtiéndose en sirviente, fugitivo y su final rebelión termina siendo frustrada con un urobórico gesto, que reinicia el ciclo depredador de la hipnótica arpía.
7.- Gólem (Jirí Barta, 1987)
El cortometraje Gólem es una promesa incumplida, quizás para siempre, pero contundentemente siniestra. El que sería el segundo largometraje de su director, luego de El flautista de Hamelin (Krysar, 1985), quedó suspendido en un sueño abisal, como el propio monstruo sobre el que iba a versar —inmortalizado en el cine por el alemán Paul Wegener con la temprana cinta pre-expresionista El Gólem (Der Golem, wie er in die Welt kam, 1920).
La interpretación de Barta de este inquietante mito judío —que yace en la génesis de la creatura de Frankenstein— se basa en una singular variante de la claymation; en consonancia con la materia de que está compuesto este ser inerte, cuya vida depende de ensalmos secretos ejecutados por los cabalistas judíos.
El gólem es comúnmente considerado una criatura cuya “animación” implica altísimos riesgos, pues su relación con los humanos puede ser simultáneamente de aliado renuente o enemigo absoluto. Es un poder, una fuerza mística que no ha sido controlada por completo, y su presencia infunde por igual terror y admiración. Barta parecer querer reflejar esto en su concepción proteica de una Praga nocturna con rasgos medievales, invadida por el miedo, y que se diluye en luces mortecinas, sombras veleidosas, en lo desconocido. Toda la solidez arquitectónica se licúa ante la omnipresencia de este ser, que termina encarnando en toda la urbe. Toma su materia y su alma, los cuerpos y voluntades que la habitan. Exige el sacrificio de todo lo vivo, de toda la obra ejecutada por los vivos.
8.- El peine (The Comb, Timothy y Stephen Quay, 1990)
Los hermanos Quay se localizan entre las más altas jerarquías de los maestros fílmicos de lo onírico. Pero brillan particularmente en la cara oculta de los sueños, con su ramillete de cortos y largometrajes marcados por la indagación en eterno y universales misterios como la imaginación, el miedo, los mundos ubicados más allá de la conciencia y la razón.
El peine propone un particular diálogo entre los dos grandes territorios en que se divide la existencia humana: el sueño y el desvelo. Es esta la gran e inevitable dualidad de la especie, que renuncia comúnmente a su condición de habitante simultáneo de dos universos. Mientras se esfuerza en habitar uno, relega al otro a los márgenes de la alucinación y lo imposible.
El sueño de una mujer (Joy Constantinides) es la liza en que una criaturilla de porcelana rajada —animada en stop-motion— decide sus desesperadas suertes. De su misión ininteligible depende quizás su vida, su felicidad, su realización. Y la emprende con tesón indescifrable, bajo la aparente amenaza de horrores no definidos aun. Los objetivos están vedados para los ocasionales voyeurs despiertos (los espectadores) que acceden a este mundo regido por leyes totalmente ajenas. ¿Quizás estemos frente a uno de los paisajes que circundan a la perdida ciudad de Kadath, que tanto buscó Lovecraft? O quizás esta película hay que verla en sueños. Las secuencias de la agitada durmiente se desplazarán de seguro hacia la arista indiscernible del relato, mientras las peripecias del héroe onírico adquirirán brillantes dimensiones de gesta.
9.- Yamishibai (creada por Norio Yamakawa y Takuya Iwasaki, 2013 al presente)
Las 11 temporadas de la serie Yamishibai o “Teatro de oscuridad”, contienen una meticulosa colección de sustos y azoros, de imposibles y extrañezas. Son relatos cuya breve intensidad es solo comparable con la extensión y la potencia de un alarido de terror.
Un narrador oral callejero tradicional japonés ambulante o kamishibai (teatro de papel) que representa sus historias auxiliándose de pergaminos con figuras bocetadas, arriba cada tarde, a las 5:00, a los alrededores de una escuela y convida a los niños a disfrutar su presentación. En vez de ofrecerles leyendas nacionales y relatos fantásticos, despliega ante ellos un atemorizante desfile de terrores que reptan bajo la epidermis de la normalidad.
La animación sencilla y “ultra limitada” —más que el anime común— que escogen los creadores para representar los breves y lancinantes relatos de fantasmas, monstruos y aberraciones inexplicables, busca emular los rollos de papel o cartulinas, garrapateados con trazos gruesos y apresurados, de los que se vale el cuentero para calzar sus presentaciones públicas. Lo “inadecuado” de los relatos que se prodigan a los niños en el solaz vespertino, contrasta con la humildad, la amabilidad y la terneza de su conducta. Tal premisa subraya la ironía retorcida sobre la que se asienta toda Yamishibai. El narrador en cuestión puede verse como una especie de pervertido que corromperá las percepciones inocentes que su público tiene del mundo. O bien, como orgánico reproductor de relatos tradicionales, se dedica a enaltecer la importancia del horror en este corpus de mitos y leyendas japonesas.
10.- La casa lobo (Joaquín Cociña y Cristóbal León, 2018)
La casa lobo, ópera prima de los chilenos Cociña y León es una sinfonía claustrofóbica que se presenta como resonancias de horrores tan “naturales” y tangibles como la Colonia Dignidad, en la que emigrantes alemanes ejecutaban torturas innombrables al servicio de la dictadura de Augusto Pinochet, bajo las órdenes del pedófilo Paul Schäfer.
Los autores destilan el horror supurado por ese aciago jalón de la geografía del tormento chileno, obteniendo una alegoría lancinante con alto grado de pureza. Su particular aproximación al stop-motion —técnica favorita de los animadores que abordan los miedos—, con figuras en tamaño casi real, real o descomunal incluso, que se construyen y disuelven ante los ojos azorados de los espectadores, evocan un mundo pútrido, quebradizo, a punto siempre del desmoronamiento en mil gritos.
La niña María entra a una casa sin entradas ni salidas, mientras huye de la Colonia Dignidad. Aunque ya adentro, junto a los cerditos que habitan el lugar, parece que siempre ha estado ahí. Ninguno ha nacido ni morirá. Solo permanecerán en este dédalo perenne, que no tiene un “afuera”. Es un “adentro” absoluto, una caverna universal después de la cual no hay más nada.
La casa lobo pudiera interpretarse como encarnación del terrible dios-demonio Moloch, devorador de infantes, pero una variante que parece gozarse en la eterna masticación, sin digerir nunca a sus víctimas. Los protagonistas, ni sueñan ni duermen. Parecen existir en un tercer estado del ser aun indescifrado, punto de convergencia de todas las posibilidades y elucubraciones más irracionales.