Los laureles del vencido
José Covo
Planeta
Bogotá, 2023
174 páginas
1.
Recuerdo vagamente llegar al lugar, que olía muy limpio, pero una limpieza diferente a la de los hospitales normales, la limpieza del espíritu, la profilaxis del futuro, te gustara o no. Yo me comprendía como alguien que tiene un alma infecta, y no quería que nadie me impidiera disfrutar de las secreciones malolientes de mí mismo, de la posibilidad de saber que existo porque despido un hedor. Guardaba la intuición de que desinfectar mi alma sería, en un sentido, desaparecer por completo.
La clínica Monserrat, en Bogotá, era amplia y elegante. Con esa limpieza profunda de las instituciones psiquiátricas, que te invade apenas entras como algo inhalado y te recorre la imaginación, dejándola blanca y desinfectada. El lobby tenía una cafetería a un lado, varias puertas a lo largo de sus dimensiones, que daban a lugares, me imaginaba, cada vez más pulcros, más estériles. Eso lo recuerdo.
El día anterior, en cambio, no lo recuerdo para nada, cuando viajamos en avión, mi mamá y yo, desde Cartagena. Pero sí recuerdo el tipo de ideas que me ocupaban generalmente en esa época: la naturaleza de la mente, la estructura de lo bello, la apertura de la realidad. Dos días antes estaba rodeado de blancura, a las once de la mañana en el baño de mi casa, mirando el tarrito para muestras de orina que mi mamá me había entregado después de irme a buscar donde mi amigo Steven en la piscina de su edificio. Miraba el tarrito, como si de ese envase saliera el futuro. Un tarrito del tamaño del mundo, de mi mundo que se cerraba, yo lo sabía, y de uno nuevo que se abría con su tapita hermética. Estaba atontado, ni siquiera fui capaz de pensar con claridad las consecuencias de orinar en su interior, pero ya había accedido a hacerlo. El orín salió de mí como una voluntad que no era mía. La voluntad de mi mamá, como los niños que toman prestadas las voluntades de sus mayores porque no tienen una propia. Miré las paredes del baño, blancas como mis pensamientos. Limpias como la fantasía.
En el lobby de la clínica pasaban personas en batas de pulcritud amenazante. Nos acercamos a la ventanilla y me senté en un sillón muy cómodo mientras mi mamá presentaba la documentación requerida. Más pronto de lo que cabía esperar llegaron dos enfermeros y me pidieron que fuese con ellos. No tenían ninguna expresión en particular, o me fue imposible leerla. Mi mamá me abrazó y lloró un poco.
—Tú eres fuerte —me dijo, como explicándose a sí misma mi falta de emoción. Para mí no había diferencia entre ese lugar y una cárcel, y mi madre era quien me había acusado. Entré con los enfermeros por una puerta grande que cerraron tras de sí, y esto me hizo tomar aire, dándome cuenta de que mi vida ya no era mía.
Me pidieron desnudarme y revisaron cada centímetro de mi ropa, en busca, supuse, de drogas o armas. Me regresaron todo excepto la billetera y los cordones de los zapatos. Al celular había renunciado en Cartagena antes de volar. Me sentaron en una silla en medio de un pasillo o sala de algún tipo y me dejaron solo un minuto o dos, hasta que entró una psiquiatra. Era joven y atractiva. Se presentó con su nombre y me empezó a hacer preguntas.
—¿Cuál es la fecha de hoy?
Me esforcé en responder. Apreté los músculos del estómago y el cuello, intentando producir la secuencia deductiva que me llevaría al dato preciso.
—¿Agosto? —aventuré, esperando que la respuesta satisficiera a la mujer.
—Estamos en junio —respondió sin demostrar ninguna emoción determinada, más que, tal vez, un ligero aburrimiento.
—Bueno, casi—dije—un mes más, un mes menos.
—¿Y en qué año estamos?
—Bueno, eso sí es muy obvio, cómo no voy a saber el año en el que estamos.
—Sí, es obvio. ¿Cuál es?
Me di cuenta de que debía hacer algunos cálculos. Nada muy complejo, una simple aritmética bastaría. Fui por última vez a la universidad en 2008, no, 2007. Entré en el 2005, de eso no hay duda. ¿Pero me gradué del colegio en el 2006? Examiné el rostro de la doctora, como si por alguna suerte de adivinación pudiera leer la respuesta en la forma de sus cejas, o en el brillo de sus ojos. Miré mis manos, sintiendo el reloj correr, como en un concurso donde podría ganar millones. Tal vez si respondía bien me dejasen salir, ¿no? Era un razonamiento sólido. Me di cuenta de que todo dependía de atinar con el número correcto. Por lo menos era superior a 2006, o al menos 2005. En todo caso no era menos de eso.
—¿No sabes? —dijo ella.
—No, yo sí sé. Lo que pasa es que normalmente estoy en un nivel de abstracción muy superior a ese, entonces cosas como el año en el que estamos no son muy útiles, ni relevantes, para, por ejemplo, pensar el problema de la belleza.
Anotó algo en su portapapeles.
—¿Quién es el presidente actual? —preguntó, como leyendo la lista del mercado.
—¿De Colombia?
—Sí.
—Bueno, eso es otro caso de una información que a mi nivel intelectual se vuelve insignificante.
Escribió más en el portapapeles.
—Mira lo mal que estás—dijo—es para que te des cuenta que necesitas ayuda.
—¡Uribe! —exclamé, como recordando súbitamente a un amigo.
—Es Juan Manuel Santos —dijo—Y el año es 2011.
Miré su expresión, que me pareció vacía de contenido emocional. La angustia que me produjo su respuesta se agregó a la que me producía el hecho, más o menos común en mi vida interna, de sentir que, durante toda la interacción, estábamos a un par de comentarios, o preguntas, o miradas sostenidas, de entregarnos a un violento coito.
***
Me llevaron, entonces, a la Unidad de Cuidados Intensivos. Estaría ahí unos días, mientras me desintoxicaba, y luego pasaría al área general. La UCI era redonda, con una estación en el centro y las habitaciones en patrón radial. Las divisiones que fungían como paredes eran transparentes, fabricadas de un tipo de plástico. Pronto descubrí que no podía estar un solo segundo sin que una enfermera me estuviera mirando. Cada habitación tenía una camilla de hospital, con barandas a los lados de donde podían sujetar los amarres que un par de pacientes en efecto tenían, y un baño, separado por una puerta, transparente también.
Cuando llegué había un tipo que lloraba todo el tiempo, y su llanto se escuchaba en todo el espacio. Además, había un chico con síndrome de Down que gritaba, reía, y agarraba todo lo que tuviera al alcance. El primero se llamaba John, el nombre del segundo no lo recuerdo. Había también varias personas que estaban siempre dormidas. Empecé a leer uno de los libros que había traído conmigo, Bajo la Rueda de Hermann Hesse. Estuve toda la primera tarde leyéndolo y casi lo hube terminado cuando entró otro psiquiatra, y me preguntó qué libros tenía. Le mostré los cinco o seis tomos que había llevado, y, al ver que tenía un diccionario, no pudo contener una ligera sonrisa.
—¿Te gusta leer el diccionario? —dijo, divertido.
Me ofendí un poco, pero pude perdonarle la impertinencia, por ser de menor envergadura intelectual, y por lo tanto incapaz de comprender el funcionamiento de mi mente superior. Además, estaba la posibilidad, siempre en el fondo de mi experiencia, de que él pudiera conocer mis pensamientos. Porque por ratos estaba seguro de que me leían la mente, aunque casi siempre era solo una sensación general. De hecho, me resultaba imposible saber si la telepatía estaba teniendo o no lugar, y preguntarle a mi interlocutor era impensable, tal vez debido al miedo, incluso mayor, de que el fenómeno llegara a ser, después de todo, una certidumbre. Por lo tanto, no podía hacer más que comportarme como si no fuera una preocupación, y así procedí esta vez.
—Sí —dije, con un tono severo que le dio a entender, no tuve duda, de que él estaba siendo insolente. Tal vez por eso me quitó varios libros, aduciendo, en su incomprensión, una influencia nefanda o algún menoscabo de mis facultades morales a costa de tales volúmenes. Me quitó Bajo la Rueda, justo cuando estaba al final, en la parte del aparente suicidio:
El asco, la vergüenza y el dolor habían huido de su lado; en su cuerpo delgado y fluctuante se contemplaba la fría y azulada noche otoñal.
Y eso, por supuesto, me enojó. Este burócrata de la mente impedía el desarrollo de un espíritu sensible. Bien podría estar interfiriendo con el futuro de la cultura occidental. No me dio ocasión de debatir sus perspectivas, seguramente porque se consideraba vencido de antemano. Se llevó los libros, dejándome con el diccionario y algún otro, en claro signo de burla y dominación. Pero yo no estaría encerrado por siempre, me dije, y en algún momento tendría oportunidad de ejecutar mi venganza.