Cuando se lee no se aprende algo, se convierte uno en algo.
Goethe.
Acabo de finalizar la lectura de Las afinidades electivas *, la novela de Goethe que su mismo autor (¡!) calificó como ‘literatura de interés y de aceptación universales (Weltliteratur). Con esa denominación Goethe también se refirió a trabajos como Hermann y Dorotea, y Las penas del joven Werther. Decidí leer ‘afinidades’ después de tropezarme con abundantes alusiones a ella en estudios de diferente tenor, incluidos científicos. Eso, sumado al vacío de mi desconocimiento de la obra me hacían sentir como el ‘patito feo’ de los lectores o, mejor, como un ignorante, sobre todo porque a lo anterior se añadía el valor agregado del vergonzante silencio que estaba obligado a guardar en momentos en que, reunido con amigos parlanchines de literatura, algunos, o todos, se referían a ‘Las afinidades…’ con prolijidad de conocimientos valorándola como una de las cumbres de la novelística mundial. ¡Qué sensación más horrible! ¡Qué vergüenza! Pues bien, el asunto es que la lectura de la tal Welt-Roman (acabo de inventar el terminacho), me produjo un aburrimiento cuya mejor descripción es una palabra fea: ‘terminal’, en la acepción usada para referirse a las llamadas ‘penosas enfermedades’. No tengo empacho en revelar la experiencia de mi fastidio, hacerlo no me produce la más mínima incomodidad, ni frío ni calor, sino la liviana alegría de poder decir lo que siento después de haberme armado de un valor que no tenía, de sacar fuerzas de donde no las había, y de auto-flagelarme con la jodida novela. Entre lo que sentí como ignaro y lo que siento ahora existe la misma distancia que puede haber entre la sensación que se tiene por creer que se ha hecho algo incómodo y pensar que todo el mundo lo sabe sin ser así, y adquirir la tranquilizadora certeza de que solo uno, y nadie más conoce lo que pasó. ¡Eso marca la diferencia entre lamentar y reír! Como tengo por norma no hablar de los libros que me aburren me limitaré a resumir mi proceso lector y a dar cuenta de experiencias semejantes con otras obras de Goethe, con Goethe mismo, y con creaciones de otros destacados autores… ¡aburridos! Para mí, claro.
Compré ‘Las afinidades…’ hará unos tres meses y enseguida ‘me mandé’ a leerla. Desde las primeras páginas supe que me enfrentaba a un hueso duro pero confiaba en que sería agradable roerlo. Tal expectativa, (reforzada por las sesudas referencias académicas y opiniones a que me referí atrás) pronto se tradujo en desilusión: me costaba entrar en el relato, y el relato no me permeaba, tal es la dinámica que debe emerger de cualquier lectura bien encaminada. Bueno,-pensé- apenas estoy empezando… Pero la sensación de aburrimiento se incrementó a medida que avanzaba, ¡y con qué intensidad! Aun así, dando más trompicones que un beodo, leí diez capítulos. A la par de ‘afinidades’ leía unos ladrillos a los que me referiré más adelante. El asunto es que a los buenos lectores a veces les ocurre lo mismo que a ciertas mujeres que tienen el ropero repleto y no encuentran un vestido de ocasión que ponerse cuando lo necesitan. Congestionado por los ‘ladrillos’, y exasperado por ‘afinidades’, compré algunos thrillers (género que me fascina), y cómo sería de abrumador y aplastante mi aburrimiento con Goethe que, antes de pasar al capítulo once, en escasos dos meses leí; no, mejor devoré; sí, devoré, El enigma de China, de Qiu Xiaolong (300 páginas), Perfil criminal, de John Connolly (660 páginas), ambas de Editorial Tusquets; La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Joël Dicker (700 páginas); además el texto de periodismo narrativo de Gay Talese, El motel del voyeur (230 páginas), ambas de Alfaguara. A medida que satisfacía mi adicción por la novela negra, picaba aquí y picaba allá en lo que líneas atrás denominé ‘ladrillos’: La cábala y su simbolismo, de Gershom Scholem (Ed. siglo XXI), y Mahoma, la biografía del profeta escrita por Karen Armstrong (Premio Princesa de Asturias 2017, Ed. Tusquets). Estos últimos exigían consultas colaterales que me reclamaban tiempo extra, pero las asumía con intensa curiosidad y entusiasmo. A lo anterior agrego la lectura de Rolling Stones (Los viejos dioses nunca mueren), escrita por Stephen Davis, (700 páginas), Editorial Swing. Mientras, Las afinidades electivas languidecía al alcance de mi mano con un separador encajado en la página 80: ‘ad portas’ del capítulo 11. Solo cuando finalicé la lectura de los relatos policiacos, del libro de Talese, y la biografía de ‘los Rolling’, y habiendo quedado sin un ‘buen’ vestido que lucir, agarré de nuevo a Goethe. Reapareció el aburrimiento. Ni por decencia me voy a disculpar con los goethianos furiosos.
Con Johann Wolfgang siempre me ha ocurrido algo muy extraño: me cuesta digerirlo. Algo semejante me sucede con ciertos platos que por muy apetecibles que parezcan, una vez comenzada su ingesta descubría que no tenían la sabrosura que esperaba, pero a diferencia de estos que no dejaba de engullir, a él sencillamente lo hacía a un lado. Los únicos libros de Johann Wolfgang que he leído completos son: Fausto, hace como ‘treintipico’ de años y según recuerdo bien, después de esforzarme mucho y ahora, ‘Las afinidades…’ En varias ocasiones inicié la lectura de Werther para terminar hartísimo y olvidándolo después de algunas páginas. Igual me ocurrió con Hermann y Dorotea, y con Poesía y verdad (su autobiografía) que, dicho sea de paso, me parece lo mejor salido de su mano y es de las mejores cosas jamás escritas por alguien sobre el oficio de escritor y sobre el arte, pero así mismo, también es el monumento más alto levantado por él mismo a su insufrible vanidad. A diferencia de otros autores con los que tuve tropiezos semejantes (el dantesco Dante y su Divina comedia, por mencionar un abultado ejemplo), con Goethe, no dejaba de preguntarme, ¿por qué me sucede esto? Los años pasaban y no encontraba una respuesta satisfactoria. Llegué a considerar que yo no estaba a su altura, y si algún goethiano furioso que lea esto piensa que es así, y no solo eso, sino que soy un atorrante, un diletante ignorante y muchas otras cosas feas terminadas en ‘ante’, no voy a enfrentarme a él: esos caballeros son más peligrosos que las feministas furiosas, o que las damas con el ropero lleno de trapos que no encuentran con que engalanarse para la noche de juego semanal con sus amigotas de club. Sin embargo desde hace un tiempo tengo la respuesta al porqué de mi alergia. La poseo incluso con anterioridad a mi reciente incursión en esa insipidez que es ‘Las afinidades…’ Sucedió así: en mi afán por esclarecer mi preocupante actitud con Johann Wolfgang, un día cualquiera, hace un buen lustro o más, compré la biografía que sobre él escribió Rüdiger Safranski. Me propuse transformarme en un goethiano furioso, o cuando menos descifrar el misterio de mi desencanto. No más fue avanzar en la biografía y ya afloraba la respuesta. Su lectura confirmó la convicción que tenía desde hacía años relacionada con mi prevención espontánea, epidérmica con Werther y con mi dificultad para leer Fausto. Mi goethiana urticaria nacía de la intuición. Lo que sentí sumergido en el descomunal trabajo de Safranski, era lo mismo que había experimentado antes leyendo, en las biografías de Beethoven escritas por Romain Rolland y Edouard Herriot, los avatares que hubo entre estos dos gigantes. En otras palabras, mi prevención con Werther, mis dificultades con Fausto, Hermann y Dorotea, y recientemente con Las afinidades… eran simple y llanamente resultado de una suspicacia milenaria apreciada con todos sus colores como floraciones en esas biografías. A saber: que durante toda su vida, Johann Wolfgang había sido un insípido, un pedante, un vividor y trepador de altísimo vuelo (su hybris no conoció límites), pero de manera especial, fue una mala persona: siendo ministro de estado del ducado de Sajonia-Weimar, y pudiendo ayudarlo, dio la espalda a Beethoven que languidecía, y después moriría enfermo y en la indigencia. Goethe ni se mosqueó. ¡Qué impiedad tan perversa! Por supuesto que Ludwig Van nunca se rebajó a pedirle ayuda. Los zopilotes se elevan a grandes alturas para divisar la carroña que comerán, las águilas lo hacen para enseñorearse del cielo. Eso no tiene nada que ver con la excelencia de su obra, me dirá un goethiano furioso, y yo lo acepto. Es más, la filosofía, las ciencias (que tuvieron su Goethe en Newton), el arte en general, están repletos de casos así. A lo que yo apunto es a que en el desánimo que experimentaba como potencial lector suyo, siempre anidó la intuición de que tras la palidez distintiva de su producción, que yo repelía, se erguía la sombre de un sujeto pacato e insípido, pero además ególatra, que inevitablemente volcó esa condición en todo lo que hizo. Esto que acabo de decir no tiene nada que ver con la genialidad, pues Goethe fue un genio agudo como pocos en la historia. Cuestionar mínimamente su relevancia cultural sería una insensata necedad. Mi dermatosis de entrada a sus creaciones solo anticipaba el rechazo que después experimentaría conociendo al hombre. Esa prevención con la persona, primero maliciosa, y después basada en la certidumbre sobre su talante profundizaron mi aversión hacia ellas. Entonces, no era debido a una dificultad para asimilar su discurso estético, como llegué a creer en algún momento. De haber sido así, también habría ‘pasado por las verdes y las maduras’ con Ulises, con En busca del tiempo perdido, con Molloy, con El castillo, con Bajo el volcán, con La muerte de Virgilio, y pare de contar. Pero a diferencia de algunos de estos escritores (varios muy recatados), Goethe fue una mala persona, un ser mezquino, indolente, oportunista, y yo siempre he detestado a esa clase de individuos, sin importar las grandes cosas que hicieran. Lo peor de todo es que ni siquiera pude acabar la excelente biografía escrita por Safranski, tan aburrida me parecía la vida que contaba, a diferencia de las demás del mismo autor dedicadas a otros hombres superiores y que trituré, exprimí sin pestañear. Me refiero a Heidegger, Schiller, Schopenhauer. Páginas atrás aludí a la Divina comedia como otra obra magna cuya lectura me aburrió… ¡Pero la leí! En tercetos, para rematar (traducción de Juan de la Pezuela, Conde de Cheste). Sin embargo, a diferencia del lánguido y apocado Ministro del minúsculo Estado de Sajonia-Weimar, el comprometido embajador y delegado para resolver el conflicto entre Florencia y el pontificado de Bonifacio VIII, no fue una mala persona sino todo lo contrario. Como todo ser humano, incluido Johann Wolfgang, el florentino también tuvo defectos, pero no fue malvado.
No quiero finalizar mi ‘divergencia’ sin aludir directamente a Las afinidades electivas. Sería un disparate negar (a pesar de su tono desabrido) la sutileza con que valiéndose de personajes y situaciones insulsas, el autor arma una historia y una trama que trascienden el ámbito humano y lo enraíza e imbrica con lo mistérico universal. Así se instala un concepto (o axis) temático que abre varias lecturas sobre el destino humano. Según mi criterio las dos principales son: que es el resultado de un determinismo cósmico inexorable; aquí se implica una negación del libre albedrío. A contrapelo, según la otra, el destino se opta voluntaria y libremente, luego sí existe el libre albedrío. Sea cual fuere aquella por la que se incline un lector, configuran por igual el posible argumento, y como valoraciones apoyadas en un mismo relato, ambas son válidas. Conocerlas y verificarlas (lo dije atrás), fue uno de los mayores estímulos que tuve para intentar construir una ‘afinidad electiva’ con la novela. Creo haber arañado las dos, pero sin duda la balanza se inclina a favor de la primera. El final de la historia proyecta esa opción hasta más allá de los linderos de la muerte: ¡Y qué gozoso será el momento en que vuelvan a despertar juntos!, dice el epifonema de cierre refiriéndose a Eduardo y Odilia, sepultados uno al lado del otro por orden de Carlota que sobrevive a su marido. Las imágenes más sólidas que me quedan de esta insigne muestra de la autodenominada (¿?) ‘Weltliteratur’ tienen que ver con la parafernalia de su intriga amorosa, muy avecinada con las ya manidas de la arcaica novela sentimental tan abundante en España durante dos periodos de su singular renacimiento: el correspondiente a la época de los Reyes católicos (segunda mitad del siglo XV), y el de la primera mitad del XVI (mandato de Carlos V). Dicho subgénero, junto con la novela de caballerías, equivale a ciertos dramatizados y telenovelas de hoy. Goethe hubiera sido un excelente libretista. En la segunda parte del Quijote, Cervantes intercaló varias como relleno y refuerzo de la historia principal de su andante caballero manchego: Historia de Marcela y Grisóstomo, El curioso impertinente, e Historia del cautivo. Quizás un lector francés ordinario y semiculto miraría Las afinidades electivas como un sensiblero (y por ello nada francés, pero sí muy alemán) ‘menage a quatre’ protagonizado, por un lado por Carlota y su marido Eduardo, y por el otro por el capitán y Odilia, seguidos de la baronesa, el conde y algunos personajes secundarios más, ‘electivamente afines’ con la hartísima y sobrecargada atmósfera aristocrática tatuada con su singular tedio crónico, sus ostentosas fiestas, sus chirles munificencias y protocolos, tan hipnóticos y codiciados hasta la mendicidad por Johann Wolfgang en vida. (Qué diferencia con Beethoven el grande). Ese socio-drama, magnificado por los soberbios registros de una prosa impecable tiene como telón de fondo un señorío del moribundo y decadente feudalismo germano tardío de finales del siglo XVIII, que terminaría sepultado por el ya incipiente capitalismo decimonónico que cualquier lector desprevenido ve asomarse tras bambalinas. Curiosamente ocurrió lo mismo con el género-bisagra ‘novela sentimental’ que dató parcial y literariamente el tránsito de la cultura medieval a la renacentista. Ambas narrativas (weltliteratur y novela sentimental) casi siempre lucen impúdicas el mismo decorado de las tarjetas navideñas de antaño: pintorescos pueblitos a veces cubiertos de nieve, habitados por sus tiernos, ingenuos, sumisos, rústicos, y felices pobladores.
De ser cierto que, como dice el epígrafe, cuando se lee uno no aprende sino que se convierte en algo…, ante lo cual controvierto que si hay transformación fue porque hubo aprendizaje (pero no voy a polemizar con un titán)… En fin, cuando finalicé la novela me pregunté en qué me había transformado la lectura y mi mente quedó en blanco. ¡Increíble!, pero fue lo que pasó. Recuerdo bien que después de leer la Ilíada me transformé en ‘un’ Héctor; pírrico, pero Héctor; ni siquiera en Aquiles que toda la vida me ha parecido un pelmazo y el epítome del mayor de los grandes males de occidente: la cólera. Cuando viví (que no leí) ‘La metamorfosis’ encontré el insecto que me habitaba y que yo habito; ‘El proceso’ me reveló la víctima que era (y sigo siendo) sin necesidad de ser atacado violenta y directamente, y cuando muchacho El viejo y el mar me mostró lo extraordinario que podía ser un viejo, y gracias a esa lectura de adolescente (que después repetí varias veces), ahora que sobrepaso el ‘séptimo piso’, entiendo, que aunque regrese al origen de mi viaje sin el esqueleto de un gran pez amarrado a la armadura de mi barca, la aventura de buscarlo sin que lo encontrara valió la pena porque más importante que lo que se consigue, es lo que se hace. Podría anotar cosas parecidas de muchas de mis lecturas transformadoras (¿Cuál no lo fue? Las afinidades electivas). La muerte de Iván Ilich, La condición humana, la saga completa de A. Dumas sobre los tres mosqueteros, Vida y destino, Dostoievski, La lección del maestro, el cuento de Maupassant, Dos amigos, Rayuela, La campana de cristal, Todos los hermosos caballos, El guardián entre el Centeno, Bajo el volcán, todos los cuentos de Flannery O’Connor, el Libro del desasosiego y toda la poesía de Fernando Pessoa, Ulises. La lista es interminable; orgullosa, más no arrogante, y carece de alardes. Eso jamás. Creo que, sencillamente, Las afinidades electivas, siendo una buena novela, en ningún momento me pateó las bolas, ni me abofeteó, ni escupió, vomitó, o eructó sobre mi rostro; mucho menos me obligó a estar con ella durante toda una noche sin cabecear una sola vez, como ocurre con la compañía de una mujer que, como dijera Borges (que nunca supo nada de mujeres), ‘es tan hermosa que no da sueño’. En pocas palabras, todo lo que un lector de armas tomar espera de un libro desde las primeras páginas.
Mis comentarios sobre Las afinidades… no fueron para nada peyorativos, he pretendido más bien hacer una “humorada” (Ramón de Campoamor); prosaica, claro. Dentro de ese contexto aspiré a lo que atrevidamente denomino elogio inverso: por encima de mi ‘dis-gusto’, Las afinidades electivas es una novela impecable. Que a mí me haya aburrido no desdice de sus valores. Como esta ‘divergencia’ es sobre el aburrimiento de leer, y en ella hice de Goethe el Everest de la monotonía, no quiero ser injusto y limitarme a él, de modo que sin mayores preámbulos prestaré un poco de atención a otros grandes autores aburridos… ¡Para mí, insisto! Porque como dice el dicho, ‘en cuestiones de gusto no hay disgusto’. Thomas Mann siempre me pareció cargante: quedé como un alpinista tullido ante su ‘montaña mágica’. ¡Qué vaina tan extensa! Recuerdo que tuve la edición en dos tomos que en algún momento sacó el diario El Mundo en su Colección Millenium; el primer volumen tenía unas setecientas páginas y el segundo más de quinientas, con una letra pequeñísima. Terminé regalándola a algún estudiante mío del Programa de Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena; te cae la madre si no la lees, le dije al entregársela. Con un atrevimiento de bufón de corte, Borges dijo de Cien años de soledad: ‘le sobran cincuenta años’, cuando después leerla le preguntaron cómo le había parecido. Hay que entenderlo: Borges es uno de los magos de la brevedad, y desde su concepción de la escritura, ‘Cien años…’ debió parecerle innecesariamente extensa y latosa. Por supuesto, no estoy de acuerdo con él. Pero retomando a Mann, no me rendí y agarré por los cuernos a La muerte en Venecia. Lo hice porque tiene la extensión de una ‘nouvelle’. De nada sirvió su brevedad: ¡qué hastío! Pude terminarla gracias a su reducido número de páginas, pero a cada rato me preguntaba atrevidamente: ¿cómo es posible que haya tanta gente hablando maravillas de este libro? A pesar de eso persistí y me arrojé lanza en ristre y vestido ‘de punta en blanco’ contra Doktor Faustus. Debo reconocer que fue con lo que más me acomodé. Pero… Siempre hay un pero, no pude terminarla; me aburrí de lo lindo. Otra gran obra que me aburrió (aunque no tanto) a pesar de su excelencia fue El súbdito, título pésimamente traducido como ‘El ultra’ por Joaquín Villar en la edición de Editorial Planeta. Su autor, Heinrich Mann (hermano mayor de Thomas), como los otros, tampoco fue una mala persona: todo lo contrario. El súbdito es un soberbio relato, pero ¿qué le vamos a hacer? Lo leí como quien se abre paso a machetazos a través de una manigua; en este caso verbal, y valió la pena. Igual me ocurrió con Hermann Broch (otro buenazo) y su mayor cima: La muerte de Virgilio; debo decir que en esta ocasión mí ‘spleen’ (quiero refinar mi rústico discurso), se vio compensado con repetidos raptos de inefable éxtasis. Agoto este alucinante inventario bibliófago evocando los capítulos aleatorios y escogidos de esa catedral gótica titulada El hombre sin atributos, que en algún lejano momento tuve el atrevimiento de pensar que leería completa: vanidad de vanidades, todo es vanidad (Eclesiastés). Aquí sí ofrezco disculpas a Musil, cuyas trágicas vida y muerte contrastan con las delicias de la medianía de las del Ministro de estado Johann Wolfgang en Weimar, bajo la protección del príncipe heredero Carlos Augusto. Y finalizo con un desencanto terminal: ‘no entender ni jota’ de Finnegans Wake, pero… De vez en cuando la exploro con la esperanza, por lo general fallida de untarme con un tris de lo que sobre ella dijo Samuel Becket: ‘no hay que leerlo, o más bien no es solo para ser leído. Es para ser mirado y escuchado. Sus textos no son acerca de algo: son ese algo’. Concluyo con este oxímoron masoquista: qué aburrimientos más entretenidos.
Cartagena, junio 29-julio 5 de 2021.
*Goethe, Johann Wolfgang. Las afinidades electivas. (2018). Editorial Planeta. (Colección Austral, narrativa). Barcelona.