Es un atrevimiento mayúsculo clasificar a los escritores. Para atenuar un poco la magnitud de mi audacia diré que lo hago por razones más metodológicas que valorativas. Los hay cuyas trágicas y accidentadas vidas terminan siendo más seductoras que sus obras. En este grupo bien podrían caber, amén de una interminable lista, personajes como Hölderlin, con su demencia catatónica precoz de más de cuarenta años; Rimbaud, el de la trashumancia aventurera compulsiva; Poe con su alcoholismo delirante. Otro grupo estaría formado por aquellos cuyas rutinarias existencias parecen tener poca relación con la grandeza de sus producciones: el actor frustrado que fuera Shakespeare; el desabrido Borges; el solipsista y silencioso Joyce; el encastillado Kafka. Los cuatro últimos, y cualesquier otros que se agregaran para acompañarlos, podrían compararse con un iceberg invertido: la minúscula parte oculta sería la vida, mientras la abultada masa visible vendría a ser la obra. Una tercera categoría estaría conformada por quienes integran en una sola urdimbre vida y creaciones; vidas marcadas por circunstancias de dolor y apremio, obras que dan cuenta de esas circunstancias de manera tan festiva como desgarradora. Aquí encajarían el pantagruélico Rabelais; Villon: el hampón liberado de la pena de muerte sin que volviera a saberse de él. ¿No andará todavía por ahí haciendo de la suyas? Y Miguel de Cervantes Saavedra. El contraste circunstancial utilizado no implica afirmar la superioridad de cualquiera de ellos sobre los demás. Es de Cervantes de quien hablaré en los pocos párrafos que siguen.
Se ha escrito tanto sobre Don Quijote de la Mancha y sobre la vida de su autor que es casi imposible hacerlo sin caer en lugares comunes. Como el personaje de su novela, Cervantes experimentó y soportó con resignación estoica el desprecio de la mayor parte de la sociedad y la nobleza de su época. Tanto uno como otro buscaron la aceptación social. Cervantes intentó salir de la pobreza con lo único que sabía hacer: escribir. No lo consiguió a pesar de merecerlo todo; Alonso Quijano fue escarnecido con burlas en los episodios relacionados con la historia del ‘clavileño’ en el castillo de los duques, en las partes finales de la historia. Además del repudio, a veces sesgado, a veces directo de la aristocracia hacia el autor de El Quijote, lo más desconcertante fue la valoración que hiciera otro gran escritor de su tiempo; él sí, convertido en hijo adoptivo del poder: Lope de Vega. Esto fue lo que dijo Lope de su contemporáneo: “no hay poeta tan malo como Cervantes, ni lector tan necio que lea El Quijote”. Esa afirmación contribuyó a su sepultura literaria durante los siglos XVII y XVIII. Sólo con el romanticismo, en el XIX, se inicia la reivindicación de Don Quijote de la Mancha. Si eso lo dijo uno de los hombres más cultos de la España renacentista, ¿qué se podía esperar de los amplios sectores de una nobleza y de un pueblo desinteresados por las artes? Elegí ese curioso aspecto biográfico tratando de evitar lugares comunes: las abrumadoras deudas impagables y el sufrimiento y las huidas humillantes que causaron, su fallido intento de venirse a América (¡a Cartagena de Indias!) en busca de mejor futuro, su fracasada búsqueda de salidas a su situación valiéndose del teatro, etc. Con personajes como Cervantes a veces ocurre como si aquello que la sociedad le negó, hubieran querido reponérselo o compensarlo convirtiéndolo en leyenda. ¡Triste consuelo póstumo! Me refiero al sobredimensionamiento de su calidad de héroe (¡que sí lo fue!) con el barniz retórico de manco de Lepanto. Cervantes no perdió un brazo, mucho menos una mano, en la Batalla de Lepanto. Por lo que mal podría seguir llamándosele manco. ¡Qué gran cosa decir durante casi cuatro siglos, que le bastó una mano para escribir El Quijote, cuando lo digno para la sociedad en que vivió, hubiera sido apoyarlo como merecía para que usara ambas sin apremios ni angustias! La verdad sobre al asunto es que en dicha confrontación, perdió la movilidad de la mano izquierda a causa de un arcabuzazo. Es más, cuando en algún momento se refiere a sí mismo durante su cautiverio en Argel, lo hace con estas palabras: “el cautivo con las manos atadas a la espalda”. Imposible llevar ‘las manos atadas’ si había perdido una. Realidad y leyenda haciendo burla de la historia. Se solapa lo que dijo Lope; se abultan las características de una lesión; se disfrazan las heridas que nunca cicatrizaron: las del alma del artista que fue. En medio de todo eso: “El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha. Compuefto por Miguel de Cervantes Saavedra. Dirigido al Duque de Beiar, Marqués de Gibraleón, Conde de Benalcacar y Bañares, Vizconde de la Puebla de Alcozer, Señor de las villas de Capilla, Curiel, y Burguilos. Año 1605. Con privilegio, en Madrid. Por Juan de la Cuefta. Tal dice la portada de la edición príncipe del Quijote. Con lo dicho hasta este momento he intentado justificar el título de este escrito.
¿Alguien sabe quiénes fueron los gobernantes y dictadores que vivieron en el Período Heroico de la Grecia antigua, época de Homero? Pocos; en realidad, casi nadie: eso es conocimiento inútil. ¿Cuál sería la respuesta a la misma pregunta, pero indagando por Aquiles, Briseida, Odiseo, Héctor, Príamo, Hécuba, Helena? No voy a suponerla: es obvia. ¿Quién sabría hoy del Duque de Beiar, Marqués de Gibraleón (…) Conde de… y Vizconde de… y Señor de las villas de… etc, etc, de no ser por la dedicatoria de Cervantes? Aquí sí hay que decirlo con mayúsculas: NADIE. ¿Qué decir de Alonso Quijano: Don Quijote; de Sancho Panza su escudero; de la aventura de los molinos de viento; de Rocinante, de Dulcinea del Toboso, y de Aldonza Lorenzo, y del cura y el barbero, y del bachiller Sansón Carrasco?… Y pare de contar. Ya lo dijo Hölderlin en su poema Memoria: “lo perdurable lo instauran los poetas”. Desde Tokio hasta Nueva York, y desde Canadá hasta La Patagonia; desde los doctores de Harvard y la Universidad Complutense de Madrid, pasando por astronautas, ciudadanos de a pie, y amas de casa, hasta llegar a los niños de todas las escuelas y colegios del mundo… Sin excepciones reconocerían como reales a esos personajes de fantasía… Estos últimos (los niños), tal vez dirían: … ah, sí; Don Quijote, claro; el señor que volvió loco de tanto leer… Por parafrasear, débilmente, además, una probable respuesta. Tal vez la que se me hubiera ocurrido después de leer por primera vez la novela a los diez o doce años… ¡En una edición juvenil, por supuesto! Cervantes creó a sus personajes, pero estos lo crearon a él. Ninguno hubiera sido lo que es sin el concurso del otro: fueron necesarias todas las desgarraduras y exclusiones sufridas por el escritor para que pudiera darles la vida que los inmortalizó; y es esa vida la que construyó la grandeza universal que hace de Cervantes el hombre superior, inconmensurable que es. Así como unas líneas atrás convoqué a Hölderlin, ahora invito a Heidegger a decir algo: El artista es el origen la obra. La obra es el origen del artista. (Arte y poesía). Desde la primera edición en 1605, hasta los tiempos que corren, Don Quijote de la Mancha inició una laberíntica cadena de sueños cuya trampa es no tener salidas diferentes a la realización de los mismos. No persistir en ellos es vender el alma al diablo a cambio de un lingote de oro; y fracasar es morir. Al decir lo anterior, atrevidamente trato de ampliar lo que dijera Borges en su poema Sueña Alonso Quijano. En un lenguaje más rústico se formularía así: Cervantes creó (soñó, dice Borges) al hidalgo (Alonso Quijano); este a su vez, imaginó en sus delirios de loco a Don Quijote de la Mancha, a Dulcinea, a los gigantes y encantamientos, al yelmo de Mambrino, etc, etc… La salida de esos ensueños significó la muerte de Alonso Quijano, quien la prefirió a entregar sus ideales. Visto así el suceso no fue una pérdida. ¿Podríamos decir que a España le ocurrió lo mismo? ¿Las febriles fantasía del imperio: el Dorado, la Ciudad de los Césares, la fuente de la eterna juventud, entre muchas, se derrumbaron como un alucinado mundo quijotesco al chocar con las realidades verdaderas: las guerras de dominio por un nuevo reparto del mundo, la ambición y el mayor empuje de las nuevas naciones en ascenso? España se creyó un Quijote y fracasó. Después el turno fue para Francia y también fracasó. Luego siguió Inglaterra: el mismo resultado. Ahora lo intenta Estados Unidos y ya estamos viendo que el desenlace va a ser igual. Pero no hay que confundir las cosas: ni estoy diciendo, ni basta con imaginar ser Don Quijote para serlo. Sin los nobles propósitos del Caballero de la Mancha, los engaños innobles están condenados al fracaso y terminan descubriéndose; así ocurre siempre con las imposturas. Alonso Quijano sí fue Don Quijote y su muerte no ocurrió porque enfermara (como escritor Cervantes tenía que solucionar el problema de esa manera), sino porque las dimensiones de su proyecto eran demasiado grandes para la mezquina sociedad en que vivió. Cervantes también fue Don Quijote: alcanzó la dignidad de su propósito: escribir El Quijote, por más que le dijeron que sus trabajos no servían, que era un mal poeta; por más que trataran de destruirlos. A él y a su obra. ¿Y qué nos queda a nosotros los lectores? Recordarlos como lo que fueron: ejemplos de dignidad, honestidad y apostura; en lo posible, tratar de acercarnos a la realización de sus ideales. ¿Imitándolos un poco, lo más que se pueda? ¿Por qué no? ¿Por qué no? ¿Para fracasar como ellos? ¿Qué sacaríamos de provecho, de utilidad, imitando a un loco? ¿A un escritor frustrado? Nada. Terminaríamos como perdedores. Eso sería literatura barata. La vida es otra cosa.
A manera de muy breve conclusión tal vez lo mejor sea considerar que el gran sueño de Cervantes, proyectado en Alonso Quijano, que a su vez lo trasladaría a toda la humanidad, fue que aprendiéramos a soñar. La prueba del fracaso cervantino (y no fue su culpa) es la interminable cadena de miserias y atrocidades que se han cometido en nombre de valores cuya defensa, a la usanza caballeresca, se dice acometer, cuando en realidad se violentan. Alonso Quijano se vistió de caballero para acometer la alocada empresa de proteger a los débiles, realizar el amor, y vivir la aventura de la vida respetando a los demás; incluidos los animales y el medio ambiente. Algo que estamos cada vez más lejos de alcanzar.
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