Justo en el epicentro de la imparable “fatiga” del cine de superhéroes, que muchos fanáticos niegan, y otros van aceptando con altas cuotas de renuencia y resignación, los estudios de Sony lanzan el cierre de la trilogía fílmica dedicada al simbionte Venom, protagonizada desde el título inicial de 2018 por Tom Hardy.
Al inesperado éxito de Venom (Ruben Fleischer) —que no deja de remitir a la previa sorpresa de la primera entrega del Jesús de Marvel, o sea Deadpool (Tim Miller, 2016)— seguiría la también sorprendentemente exitosa secuela Venom: Carnage liberado (Venom: Let There Be Carnage, Andy Serkis, 2021). Y ahora llega Venom: El último baile (Venom: The Last Dance, 2024), ópera prima de la guionista Kelly Marcel, íntima colaboradora de Tom Hardy y escritora de todos los títulos.
2024 ha visto caer en el vórtice más recóndito y fatídico del maelstrom del fracaso fílmico a inefables antihéroes y villanos como Hellboy, el Cuervo y el Joker, cuyas más recientes adaptaciones: Hellboy: el hombre retorcido (Hellboy: The Crooked Man, Brian Taylor), El Cuervo (The Crow, Rupert Sanders) y Joker 2: folie à deux (Todd Phillips) se revelan como fiascos tristes, vacíos de ideas y esencias. Y Madame Web (S.J. Clarkson) apenas transitó como una brizna de hierba por delante de las pantallas. Son películas zombificadas que siguen subrayando, más allá de la referida fatiga súper heroica, la de todo Hollywood como generador de mitos poderosos y sempiternos.
Las suertes en taquilla de la máxima apuesta del endeble “Sonyverso” marvelita que gira alrededor de los contrincantes y aliados clásicos de Spiderman, aún están por verse, pero los públicos ya se están enfrentando en los cines a una cinta orgánicamente consecuente con el gran relato desplegado y desarrollado por sus dos precedentes.
Como Venom y Venom: Carnage liberado, …El último baile es una cinta que no se avergüenza de exhibir por todos lados las etiquetas de “bajo presupuesto”, aunque costó unos nada despreciables 110 millones de dólares; y parece pedir a gritos una artesanía más apegada a los efectos prácticos basados en el látex predominante en los setenta y los ochenta, que al CGI empleado aquí para urdir sus simbiontes verosímiles.
La importancia cardinal que tiene la textura viscosa en la identidad de este personaje adolece de la persistente incapacidad de los VFX para emular las sensaciones táctiles que emanan las materias “reales” operadas frente a la cámara, interactuantes con el contexto en que suceden las acciones, integradas a un invisible pero definitorio entramado energético.
A pesar de las evidentes limitaciones para abrir los encuadres o construir escenas imposibles para la artesanía humana, los efectos prácticos —realzados con virtuosos despliegues de luces y sombras, calzados por montajes con precisión de orfebre—, alcanzan frecuencias en la percepción humana que permanecen inaccesibles para los potenciales aparentemente infinitos del CGI.
Venom merece una versión titiritera pringosa, ardua de maniobrar por sus muchos operadores, como la Audrey II de La tiendita de los horrores (Little Shop of Horrors, Frank Oz, 1986) o la Reina Alien de Aliens (James Cameron, 1986). Pero le tocó arribar al cine en una época sobre saturada de ceros y unos, en que la cultura pop occidental se la pasa torciendo el cuello hacia un pasado nostálgico que sigue maravillando más que el presente.
La trilogía de Venom ha apostado siempre por historias mínimas, cuya torva espectacularidad resulta mitigada todo el tiempo, siendo suplida por escenas parásitas desbordantes de retórica de “relleno” —como si las fantasmales limitaciones del presupuesto dictaminaran la minimización de los recursos dedicados a secuencias de persecuciones y combates, a la acción en sí. Son historias casi claustrofóbicas, constreñidas por límites dramáticos casi palpables.
Al margen de las épicas marvelitas y del Snyderverso de DC, estas películas resultan una verdadera rara avis en el contexto fílmico súper heroico del siglo XXI, y parecen dialogar más cómodamente con incursiones noventeras como Darkman (Sam Raimi, 1990), The Rocketeer (Joe Johnston, 1991); o el propio Batman Returns (Tim Burton, 1992) y títulos epigonales como The Shadow (Russell Mulcahy, 1994) y The Phantom (Simon Wincer, 1996). O con la cinta de culto en que se ha convertido Tank Girl (Rachel Talalay, 1995), seguida a su vez por otras anti heroínas epigonales más sensualizadas y menos carismáticas como Barbwire (David Glen Hogan, 1996) y Vampirella (Jim Wynorski, 1996).
Es extensa la lista de cintas basadas principalmente en cómics o en sus estéticas, que se presenta como un contexto mucho más muelle para que el simbionte dentudo asiente sus proteicas posaderas, y bien aferrado a los códigos del buddy film renuente, emprenda unas aventuras rayanas en lo absurdo, que en …El último baile alcanzan dimensiones verdaderamente estrafalarias, más bien ridículas. Quizás motivado todo por el influjo bufonesco de la trilogía del Merc with a Mouth, con sus abigarradas bandas sonoras y sus chistes subidos de tono.
Solo que el Eddie Brock de Tom Hardy no es el Wade Wilson de Ryan Reynolds. A pesar de no presentar deformidades en su humanidad, el hospedero del simbionte contiene una monstruosidad que agudiza su condición de marginado, de outsider alcoholizado, maloliente, justo al borde de la mendicidad y la demencia. Con una limitada batería de frases ingeniosas para suavizar la situación.
Es cabalgado, poseído y atormentado por la criatura, que por no pocos momentos se pudiera interpretar más como una alegoría de la adicción irreversible. Eddie no puede sacudirse al monstruo simbiótico, que lo hace mantener monólogos esquizoides a los ojos de los congéneres, quiebra su integridad moral, destruye su carrera, sabotea su vida sentimental. Y los creadores de la trilogía, entre los que Hardy ha tenido un papel cada vez más preponderante a la hora de escoger los rumbos de las historias, han escogido como definitorio pilar y eje dramático dicha relación reluctante, allende los conflictos a los que se enfrenta.
A lo largo de su filmografía —Bronson, RocknRolla, The Dark Knight Rises, Mad Max. Fury Road, The Revenant, Capone, Peaky Blinders, Taboo—, Hardy se ha dedicado a crear personajes en que lo repelente y lo seductor alcanzan un inusual equilibro, fomentando en él una sensualidad escabrosa. Es un maestro de la mugre y la furia, cuya versatilidad vocal tiene la tesitura de uñas furiosas arañando una pizarra y astillándose en el proceso. Su encarnación del villano Bane en The Dark Knight Rises (2012) reveló este potencial esperpéntico a la industria, y su arribo al Sonyverso como el protector letal fue cuestión de tiempo.
El último baile con el simbionte sorprende a Eddie Brock en el auge de su decadencia, que representan para Hardy oportunidades de esplendor. Su fetidez parece atravesar la pantalla. Camina como un pingüino con sobrepeso, pero bien aligerado de esperanzas. Vaga entre universos sin casi enterarse, y de repente, sin mucho preámbulo, se halla en el centro de una contienda por la supervivencia de la galaxia. Menos explicación tiene el hecho de que, nada más y nada menos que su simbionte, posee el último sello que mantiene a raya a un ser todopoderoso y malvado, padre de esta especie: Knull, interpretado por Andy Serkis.
Para llegar al enfrentamiento final entre los xenófagos enviados por dicha entidad y los multicolores simbiontes que buscan proteger el objeto depositado en Venom, la historia se desplaza por un sinuoso sendero plagado de personajes tan inútiles como atractivos. Son prácticamente marionetas largadas en el camino de Eddie para alargar la trama y que no se reduzca todo a un cortometraje: como Dios manda en el cine B, y más aún en el Z.
Los acontecimientos se acumulan unos sobre otros en el más puro desbarajuste, que no deja de reclamar la atención gracias al ritmo trepidante que compensa su incoherencia. Todo sucede muy rápido y la percepción llega a ser entrampada. Y en el medio de todo, Tom Hardy mantiene unidos todos estos trozos incongruentes como un verdadero y omnipotente dios de los simbiontes que no cesa de largar sus zapatos, botas, sandalias, cada dos o tres secuencias. No se espere respuesta para esta última e ignota interrogante. Eddie Brock no puede mantener calzados sus pies… ¿es quizás un chiste, o un indescifrable mensaje en clave? Quizás solo se trata de bailar más cómodo.